Crecí a finales de los años 80 y principios de los 90 y recuerdo cuando la moda empezó a cambiar. De repente los cortavientos en tela de paracaídas, la laca y los sintetizadores se volvieron anticuados y le dieron paso a los cardigan de abuelita, el pelo mal pintado y las guitarras distorsionadas del grunge. Me convertí a esta nueva fe, claro, pero solo para ver que diez años más tarde, durante los primeros días del milenio, resurgiría (por primera vez) todo lo ochentero. Nunca antes había presenciado el regreso de tendencias de estilo; no sabía entonces que se convertiría en una doctrina.

La nostalgia es un negocio próspero. En el diseño, la música, la moda, el cine y las series y todo lo demás, lo vintage o retro vende. Nos conecta con el ayer, ya sea a través de recuerdos o bien de imaginarios. Nos lleva una época mejor, más fácil, menos pesimista que los días que corren en la actualidad. El Chocorramo, por ejemplo, le debe su supervivencia no tanto a su sabor como a su efecto “magdalena de Proust”, que nos devuelve a los días de juego, barrio y tienda. Y eso por no hablar de fenómenos como la serie Stranger Things.

Consumimos no solo con el gusto sino con las emociones. Es así como en Bogotá hacemos un festival de música donde comparten escenario Poligamia, Boney M y Proyecto 1, así no pertenezcan al mismo género ni a la misma década. Este concierto, que ofrece un panorama (muy) general de la “música de antes”, permite revivir juventudes, tanto propias como ajenas. Pero en esa ambición surge un problema: son mezclas arriesgadas. Qué tal que a Miguel Mateos le dé por subirse a la tarima con “El Taqui taqui” de los Ilegales o con “Pump Up The Jam”…

Aunque nos deleitemos como consumidores, debemos admitir que el criterio de selección no es el más riguroso. Es uno de los inconvenientes de esta nostalgia masiva: traemos al presente lo bueno, pero también lo no tan bueno y, en ocasiones, lo horrible. Regresan las botas Reebok, pero también los Crocs y los zapatos de plataforma. El pelo punk, pero también la raya por la mitad y las hombreras. Así vuelven el casete, el estilo VHS, Rambo y su compadre Terminator, las Polaroid, y hasta las maquinitas de palanca. Somos una especie curiosa. Tenemos a nuestra disposición los videojuegos más avanzados y la realidad virtual. ¿Y qué consola compramos en Navidad? El mismo Nintendo que teníamos en los 80, solo que más chiquito.

Y ahora esta ola de la nostalgia acaba de traer de vuelta al Tequimón.

No había necesidad. Todavía existen el (licor de) vodka Ivanoff, el (aperitivo de) whisky Old John y los demás “Impopulares pero eficientes”, tragos cuya única virtud es el bajo precio. Hay incluso nuevas marcas. Y, de todas formas, sigue existiendo el Chamber, esa mezcla artesanal de alcohol de droguería con Frutiño, leche condensada o yogur. Ese mercado siempre ha estado saturado. Tal vez la apuesta sea entonces por su sabor. Y es verdad que, a pesar que en la etiqueta dice “coctel de vodka”, sabe exactamente a lo que sabían los tragos en las fiestas de nuestra adolescencia: una mezcla de cunchos trasnochados con colillas y ceniza. Pura nostalgia.

Lo único peor que el Tequimón es el guayabo que da. Pero no importa. Para sobrevivir a las borracheras a las que nos empujará la tiránica nostalgia, ya contamos con todo lo necesario. Nos ponemos un Walkman, nos llevamos el Tamagotchi – nada de celular – y nos vamos a la Pizza Nostra. O mejor: pedimos a domicilio (por teléfono – de disco) y nos quedamos viendo televisión (de tubos). De pronto el nuevo Canal A estará dando algo interesante, como la reconciliación de Carlos Alberto y Guri Guri en “Padres e hijos: sangre nueva”.

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