Mi hijo de un año juega con carritos, imitando con la boca el ruido del motor. También le gusta todo lo que es patanería: saltar, dar vueltas, revolcarse y volar por los aires. Ya aprendió a tomar impulso en su caminador para estrellarse a toda velocidad contra los muros y las puertas. Sí: aunque hoy resulte raro decirlo, parece que mi hijo hace “cosas de niño”.

Padres de niñas de la misma edad me dicen que con ellas es diferente, que todo es menos “físico”. Y la ciencia, que no termina de ponerse de acuerdo, lo corrobora a medias: “decir que definitivamente no hay diferencia entre los cerebros de las niñas y los niños sería un error”, dice la profesora de neurociencia Lise Eliot, que de hecho defiende la idea de la maleabilidad del cerebro y de la identidad de género por factores externos. Según su teoría, el cerebro no es tanto un cableado fijo, sino una masa que se va moldeando desde el primer día (o mazacote, en el caso de algunos). 

Hoy, con los carritos, recuerdo que alguna vez mi esposa y yo quisimos una niña. Supongo que por el lado de la mamá estaba la posibilidad de “muñequear” más y mejor (basta mirar la brecha en la variedad de ropa). Quizás, no lo sé. Ahora, que estamos enceguecidos por nuestro hijo, somos otros. Porque es verdad eso que dicen: no importa qué salga, uno se muere de amor. Me pregunto cómo la gente no pierde la cabeza ante tanta belleza. Es imposible imaginarse algo diferente. Es un dios perfecto y absoluto envuelto en un pañal.

En cuanto a mí se refiere, me acuerdo que el anhelo de tener una una niña tenía que ver algo con la fascinación por el universo femenino y la certeza en que podría sublimar mis propias frustraciones (porque hoy en día ellas trepan árboles, se meten a las cuevas, juegan bien al fútbol; todo lo que yo no supe hacer). Pero sobre todo, eso decía yo, tenía que ver con la responsabilidad y el desafío de criar una mujer en la época más importante en la historia del feminismo. Tener la oportunidad de formar una protagonista de los tiempos de hoy. Mejor dicho: gran parte era cuestión de ego.

Pero no estaba solo. En el resto de América, Europa y Australia, la predilección por un hijo varón parece estar quedando atrás. La evolución del mercado laboral, las tasas de rendimiento académico y, también, lo que llaman la “toxicidad masculina” han producido un cambio de mentalidad en los padres modernos. Ahora no es “tan malo” tener una hija. Y menos mal. Porque en Asia, el continente más grande y poblado del mundo, las cifras de infanticidio femenino no disminuyen. China se ha convertido en un lugar tan aburrido como las primeras fiestas adolescentes: (casi) sin mujeres. 

Sin embargo, con esto de querer tener una niña, había algo que yo no admitía siempre: el miedo a la “testosterona venenosa”, la que nos hace machos. No quería un niño porque, de alguna manera, me sentía corto para educar en fuerza, temeridad, agresividad y demás cualidades del lobo feroz. Y también porque temía que el crío saliera montador (con los demás y conmigo, claro).

Según estudios, la tendencia actual a inclinarse por tener hijas está relacionada con esa forma de estupidez viril que es la toxicidad masculina. No queremos tener varones tanto como antes porque nos hemos dado cuenta de que tienden a meterse más en problemas: los tiroteos, el acoso sexual, los accidentes por exceso de velocidad y la violencia fatal en general son el reino del macho alfa. Paradójicamente, esto también resulta complejo señalarlo: el video de la campaña contra la masculinidad tóxica de Gilette, que señala los estereotipos masculinos negativos que hemos promovido desde siempre, se ganó los aplausos de muchos a la vez que se convertía en uno de los más odiados (o disliked) de la historia de YouTube. (¡Aún más que la pesadilla de todos los padres de América latina:  “la Vaca Lola” en versión de Toycantando!)

En fin. Quería una hija y ahora tengo un hijo. Y cuando se acaba el juego de los carritos, entiendo algo que siempre ha sido evidente, que no sé cómo no vi antes. Es tan básico que demuestra el estado de puré del cerebro de los padres. Si logro con los carritos que mi hijo entienda la estupidez de, por ejemplo, manejar rápido, estaré reduciendo mi huella de toxicidad masculina. Y eso también es feminismo.

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