Una de las últimas buenas idas a cine con mi esposa, esto es, en las que a los dos nos cautiva la película por igual, fue con la sueca The Square. Es excelente pero no es por esto que la menciono. Es porque en ella aparece un personaje, poco relevante para la trama, que llamó la atención de ambos: un hombre de unos 55 años, empleado en un museo, que aparecía siempre acompañado de su bebé en la oficina. Los demás personajes discuten y toman decisiones sin reparar en la presencia del crío ni, mucho menos, en el padre que lo lleva al trabajo… como si fuera una madre.

La presencia de ese papá nos pareció novedosa, refrescante y necesaria, sobre todo porque en ese entonces mi esposa estaba embarazada. Sin admitirlo, nos veíamos capaces de ser esa pareja “moderna” en las que los roles de papá y mamá son simétricos y semejantes. Nuestro hijo no vería diferencia entre padre y madre en cuanto a la crianza y las labores del hogar, pensábamos. Por supuesto, no contábamos con el mundo. Ni con nuestra propia naturaleza.

Uno: no estamos en Suecia. Aquí, por ejemplo, el debate de los roles se define desde bien temprano en la vida: es imposible encontrar ropa de recién nacido que no sea azul o rosada y a las niñas, a falta de pelo y maquillaje, les ponemos aretes apenas nacen porque, cuidadito, no queremos que la confundan… ¡con un niño! ¡Qué horror! Pero no solo por las joyas y los colores es evidente que no estamos Suecia.

Recuerdo que en una de las primeras visitas del bebé, en las que va de brazo en brazo como el muñeco nuevo que es, una señora, que tenía muchas ganas de alzarlo, se abstuvo. Nuestro desconcierto y un par de preguntas la hicieron confesar la razón: ella tenía la regla y, como es bien sabido (excepto por nosotros), si una mujer que está menstruando carga un bebé, este se vuelve “pujón” (es decir, que “puja”). Pues claro que puja, pensé: es un bebé. Puja porque es uno de los dos únicos ruidos que sabe hacer para expresar todas sus emociones. No dije nada, claro, pero mi desconcierto fue mayor cuando me enteré del remedio en caso de que llegara a suceder: una mujer (menstruando, obvio) debe hacer una danza ceremonial sobre el bebé acostado… ¡y se le quita el pujo!

No solo es el manual de crianza local el que se aleja del ideal sueco de la película: yo tampoco tengo nada de sueco. Confieso que me queda difícil pensar en una igualdad absoluta entre la paternidad y la maternidad. Por un lado la mujer sufre una metamorfosis durante nueve meses y un desbalance químico sin precedentes para luego terminar sedada y postrada en una cama de hospital, anticipando semanas de dolor (además de estrenarse como mamá, claro). Mientras tanto, durante el embarazo, el parto y la amamantada, el papel del padre se limita a “estar ahí”: ser compañía y apoyo, pero rara vez doliente.

Y no son solo las razones biológicas. Debo reconocer que en ocasiones me he mostrado más desprendido que la madre. Fui el primero en sugerir la técnica de “dejarlo llorar” (un poquito) en las noches, en pensar que sería buena idea dejarlo de vez en cuando donde los abuelos y en hablar de guardería. Por supuesto hoy hemos llegado a acuerdos en todos estos aspectos y descubrí que no estaba del todo desfasado con la perspectiva materna. Sin embargo estoy cada vez más seguro de que mamá va a llorar más que papá el primer día de colegio

¿Qué hacer entonces con la imagen del sueco? 

Acaso no se trata de volverse él por arte de magia, pero sí de tenerlo como norte. Creo que hoy, como padres modernos que queremos ser, debemos “estar ahí” y más; es decir, esforzarnos por estar tan presentes y ser tan eficaces que nos parezcamos a las madres (como cuando Quintero estuvo a la altura del lesionado James del Mundial).

Pero también debemos evitar comernos el cuento: al apelativo de “buen padre” hoy se lo dan a cualquiera que no se haya desaparecido. Los hombres, que apenas hemos empezado a hacer lo que han hecho las mujeres desde siempre, nos ganamos felicitaciones y aplausos por hacer las tareas más banales: cambiarlo, darle de comer, pasar tiempo con él… Asumir que los hijos son más de las mujeres y que, por consiguiente, los hombres merecemos medallas por cualquier bobada puede ser también una forma de machismo.

En cualquier caso nos falta mucho trecho en la igualdad de los roles, incluso a quienes nos jactamos de ser ultramodernos. Un día particularmente frío en que me quedé solo cuidando a nuestro hijo, recibí un mensaje de la mamá en que me comentaba, como quien habla del clima, “qué frío ¿no?” Entendí que era una forma disimulada y respetuosa de recordarme que debía ponerle un saco al bebé, por si se me había olvidado. Por supuesto yo ya le se lo había puesto. Pero el mensaje me hizo caer en cuenta de que, en realidad, sí estaba haciendo mucho frío. Fui entonces a buscarle uno más caliente.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.