Tras una discusión familiar sobre el futuro académico de una sobrina se me ocurrió empezar a ahorrar para la universidad de mi hijo, aunque es todavía un bebé. En la charla quedó claro que la educación superior en el país es cada vez más costosa, y como la universidad pública hace rato no da abasto, pensé que lo mejor era comprar un marranito desde ya. Solo que hice cuentas y me di cuenta de que, si quería que alcanzara para un pregrado, tendría que ser un cerdo tamaño real. De los grandes.

Me pregunté si valía la pena el chistecito. Y, de paso, toda la universidad.

Hoy se cuestiona cada vez más su propósito y su integridad. Se habla de repensarla, de crisis. Incluso las instituciones más prestigiosas de Estados Unidos, que siempre aparecen de primeras en las clasificaciones internacionales de calidad, se encuentran hoy bajo examen (ja, ironía) por cuenta del reciente escándalo de los sobornos en las admisiones, de los excesivos montos que ahogan a los estudiantes con deudas perpetuas y, en general, de la enajenación que mantiene a los académicos viviendo y trabajando entre ellos en una especie de secta con diplomas.

Pero si allá llueve por aquí no escampa. En Colombia el diploma universitario está tan devaluado como el peso. Los chistes sobre profesionales que terminan manejando taxi se multiplican como las universidades de garaje y el título universitario hace rato dejó de ser un antídoto contra la precariedad. El futuro no le promete mucho a los profesionales con diploma. Más bien, si se quiere asegurar prosperidad hoy en día, resulta más visionario invertir en una carrera de Instagramer, una app o un salón de tatuajes.

El desprestigio de la universidad no solo se mide en salarios. Cuando la universidad hace lo que sabe hacer y da su opinión ilustrada en asuntos serios apoyándose en investigaciones rigurosas, sus ideas se quedan en simples recomendaciones. Pasa todo el tiempo con el medio ambiente, cuando profesores se pronuncian sobre Transmilenio, el asbesto o el glifosato y con temas políticos o sociales, como cuando tratan el asesinato de líderes o el nombramiento del nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica. Lo que piense la universidad siempre viene después de lo que tienen que decir la industria, el mercado y la mermelada.

Y sin embargo, a pesar de toda la evidencia en contra, me puse a buscar marranos. Aunque tengamos información cada vez más a la mano y cursos en línea de calidad, ir a la universidad representa un momento privilegiado de toma de conciencia y aprendizaje. En nuestra memoria todos conservamos, dentro de los recuerdos más preciados, profesores inspiradores y discusiones categóricas con compañeros. El ambiente universitario es ideal para el despertar de la mente (y también, hay que decirlo, del cuerpo).

El plan comienza entonces con las primeras monedas que se le meten al marrano y con la convicción de que estudiar vale la pena. Porque hay que preparar desde ahora los argumentos cuando el hijo, al que no le importarán las notas, le diga a uno que el bachillerato alcanza y sobra para ser presidente del Senado y que un ICFES no tan alto, para ser Presidente, a secas.

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