Ocurrió más o menos así. El papá estaba cambiando al bebé en el cambiador. Le puso el pañal, las cremas pertinentes y la pinta, solo le quedaron faltando las medias. Entonces entró la mamá para dejar una prenda del bebé que había encontrado por ahí, como suele pasar entre 30 y 40 veces al día.

El padre aprovechó su presencia para dejarlo bajo la atención de la madre mientras él iba a traer la caja donde almacenaban los calcetines diminutos, inadecuados para un cajón normal. Regresó al lado del cambiador y tomó el relevo de la vigilancia. La mamá salió y regresó a sus asuntos (muy seguramente a seguir recogiendo reguero de bebé).

Y entonces se escuchó el estruendo que aún resuena en las paredes de la casa.

Resulta que el papá confió demasiado en su visión periférica, se concentró en las medias un segundo más de lo debido y el bebé se cayó del cambiador.

Lo que siguió duró un latido, pero fue terrorífico y devastador como un hoyo negro: un silencio. Duró solo un segundo, pero fue suficiente para enmudecer la existencia. Luego vino el llanto, que resultó tan tranquilizador como estruendoso. Y así como solo ese instante duró una eternidad, el llanto, los gritos y el alivio trascurrieron muy rápido.

La mamá apareció enseguida y se sumió de inmediato en el consuelo. Los reproches nunca llegaron porque, según sus propias palabras, “eso le hubiera podido pasar a ella”.

Vino entonces el protocolo de emergencia: llamada al pediatra, la búsqueda en internet y en libros, las horas de observación. Y solo después llegó la certeza de que, menos mal, no había pasado nada (aparte del trauma psicológico, pero de ese no escapa nadie).

Sin embargo el daño es irreversible. Esta derrota, que es aún más humillante por las múltiples advertencias y consignas de seguridad disponibles hoy, deja un sabor más fuerte que cualquier victoria: es la prueba de que fallamos como padres. ¿Cómo seguir la vida después de haber dejado caer al bebé?

Aunque las investigaciones serias no son muy abundantes, hay estudios de caso y algunas estadísticas al respecto acerca de los niños de menos de un año.

Sabemos que en Grecia, por ejemplo, 44 de cada 1000 se lesionan por accidentes de ese tipo, o que en Bristol, en Inglaterra, 22% por ciento de los bebés se ha caído al menos una vez (y el 5 % más de una vez). También sabemos que, si bien toca consultar inmediatamente con el médico y estar alerta a la más mínima señal de anomalía, es un incidente común y que pocas veces tiene consecuencias graves.

La experiencia es agridulce. Por un lado está el auto reproche inmarcesible y la reacción de los demás, ya que muchos no puede evitar hurgar la llaga de la culpa re explicando lo que todo sabemos (o deberíamos saber): que las medidas de prevención nunca son demasiadas con los bebés, que no hay que desatenderlos ni para parpadear y que hay que mantener la guardia hasta en el sueño. Como siempre, con todo, la teoría la tenemos clara. Fallamos es en la ejecución.

Sin embargo no todos participaron en la (merecida) lapidación de los padres. Otros, muchos, dieron un paso al frente y dijeron “yo también”. Así fue que descubrí que una buena parte de mis familiares, amigos y conocidos han sido papás con manos de mantequilla y que muchos de los bebés que conozco han tenido morados exclusivos por negligencia parental. Y con mucha variedad: bebés han caído de brazos, mesas, camas, carros (¡!)… Nada más reconfortante: el dolor de muchos (niños ajenos), es consuelo de tontos. Tanto así que se llega a contemplar, así como hay grupos de apoyo para la lactancia y la depresión posparto, un grupo para papás y mamás resbaladizos, donde se purguen deslices y se comparen fotos de chichones.

¿Qué decisión debemos tomar como especie ante nuestra inevitable inclinación por dejar caer bebés?

Si les pasa hasta a los curas, que se la pasan sumergiendo niños en agua para bautizarlos, ¿qué podemos esperar nosotros, meros e incompetentes mortales? Tal vez, para evitar cualquier peligro,  lo que debamos hacer es forrar nuestra casa en espuma y procurarnos los tantos productos disponibles en el mercado (como, digamos, el casco para que use todo el día, todos los días).

Días después, tuvimos la cita de control con el pediatra y, claro, se habló de la caída. De inmediato él escogió el grupo moralmente superior que alecciona y, por principio, recuerda a los torpes padres las normas básicas de seguridad. Minutos más tarde se logró cambiar de tema y se llegó a hablar de la gateada y la caminaba.

Para comprobar la fuerza en las piernas, el pediatra tomó al bebé entre sus piernas y lo apoyó en el suelo. El bebé saltó con energía y demostró que en ese aspecto está bien. Y luego se zafó de los brazos del médico y, tras un totazo, aterrizó debajo de una silla.

Aunque de vez en cuando la vida se encarga de dar a nuestras tribulaciones finales redondos, la ironía dramática no estaría completa si no es por la última palabra, que, como suele suceder, no es nunca de los padres. “Son los botines. No hay que ponérselos más”, dijo el doctor. “Además solo se puso a llorar cuando vio a la mamá”. Culpa nuestra, mejor dicho.

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