Un viaje es emocionante desde que se prepara. La maleta no es solo un utensilio que sirve para meter lo que se lleva, es una versión reducida y optimizada de la vida del viajero, un “lo mejor de” de cada uno: los documentos importantes, las pintas de mostrar, los objetos esenciales. Todos llegamos tan pulcros y emocionados al aeropuerto que no nos importan los precios absurdos del lugar y estamos dispuestos a pagar por un café y un sándwich tres veces más de lo que cuesta en el mundo real; lo consideramos como parte del viaje y lo metemos en el presupuesto.

Pero todo es diferente cuando se viaja con bebé. Solo la preparación de la maleta se convierte en una logística que exige varias listas en diversos cuadernos que han de ser elaboradas con semanas de anticipación. La espontaneidad y el anhelo de volar con lo mínimo quedan sepultados en pañales, remedios, juguetes y kilos y kilos de ropa. En algún momento, como seres humanos, sobrepasamos en peso y volumen a nuestra propia maleta. Pero en el caso de los bebés, el tamaño del equipaje es inversamente proporcional al del viajero. Y ocurre igual con el tiempo de preparación: cuanto más pequeño el infante (así lo llaman las aerolíneas), mayor es el tiempo que se necesita a empacar lo necesario.

Una vez se sortea la preparación y se logra acceder al avión, se llega a un descubrimiento al que la ciencia aún no le ha dedicado suficientes estudios: los bebés son los únicos seres inmunes al sopor del carreteo. Incluso el piloto, me imagino, debe luchar con todas sus fuerzas para no dejarse llevar por el ronroneo vibrador. Pero los infantes no. Ellos ven ese momento como el indicado para contagiar a los demás con su entusiasmo y vociferar la emoción de estar adentro de un ruidoso vehículo gigante.

Si se sobrevive el ascenso del aeronave sin que al bebé le duelan los oídos, que es una experiencia muy dolorosa (para todos), llega “la camita”, esa cunita que se incrusta en el muro separador y que sirve para acostar al infante. Obviamente los padres piensan que, por fin, llegó el momento de cerrar los ojos o, tal vez, de ojear la revista o la pantalla de películas y juegos. Ja ja ja, dice el cosmos. Si bien las camitas están previstas para niños de hasta dos años, solo miden 70cm, lo que quiere decir que a partir de los 6 meses deben dormir como un borracho en un sofá: con las piernas por fuera (aunque a él lo ayuda el alcohol; en cambio, al bebé, en nuestros tiempos políticamente correctos que proscriben el ron en el tetero, no…).

Si a pesar de esto los padres (y el resto de los pasajeros) logran conciliar el sueño, cabe recordar que esas camitas van colgadas del delgado muro del avión que separa el baño de los asientos. Y que los inodoros de un avión suenan más duro que las mismas turbinas. Así que con cada pasajero que entra a hacer sus necesidades, el bebé de piernas colgantes da un sobresalto que lo saca de cualquier sueño y, por supuesto, lo pone a llorar. Además, si eso no es suficiente, toca señalar que a los padres les piden sacar al infante de la camita cada vez que el capitán enciende la señal del cinturón abrochado. Es decir, cada vez que el avión se topa con una nube…

En fin. Solía ser una persona normal. Me ofendían los bebés en los aviones. Mis únicas plegarias al subirme a uno no eran para evitar un accidente, sino para que no me sentaran cerca al infante de turno. Pero durante este vuelo, que me sirvió de pretexto para escribir esta columna, mi vecino de al lado fue comprensivo, ya que él mismo tenía a su propio bebé: un perrito juicioso, que se robó todos los mimos de las azafatas.

Recordé entonces que, mientras que yo estoy padeciendo esta “aventura” en pareja, en mis vuelos pasados he visto en las mismas a otras parejas y a madres solas. Nunca a padres. Tal vez no he viajado lo suficiente pero pareciera que, cuando estamos solos, nosotros los hombres somos capaces de llevar únicamente animalitos.

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