Por: El Colombiano

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Este artículo fue curado por Marizol Gómez   Ene 28, 2024 - 1:47 pm
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Todos los días se hacen libros, películas, series, charlas de Ted y pódcasts con historias mucho menos espectaculares que la de Carlos Eduardo Montoya Holguín, un minero de carbón de Amagá que parece saberlo todo aunque nunca nadie se lo enseñó y por eso a sus 62 años dirige un holding de una decena de empresas, que producen tanto dinero que es lo único que no responde en una entrevista de dos horas, tiene una oficina en Wall Street y maneja un BMW. Y pese a ese arco sacado de un libreto de superación personal, esta, amable lector, era una historia desconocida.

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Montoya nació en Amagá en mayo de 1961, cuando el pueblo era todo minas de carbón y cantinas de aguardiente. El mayor de cinco hermanos cuenta que desde que tenía cinco su padre lo llevaba a la mina de la familia. A los 12 ya sabía todo lo que había que saber debajo de la tierra.

Esa edad tenía cuando quedó a cargo de la familia después de que en la mina hubo una explosión de gas. Estaba adentro, pero se salvó porque el papá alcanzó a tirarlo a un charco y a taparlo con tierra. De esa muerte lo alivió que ya podía ir a la escuela del pueblo sin tener que esconderse ni pedir permiso.

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“Me levantaba a la una de la mañana y trabajaba en la mina de una a seis, de ahí salía para el colegio hasta el mediodía y me devolvía a seguir trabajando o a arreglar la casa, a las nueve o diez me dormía”, cuenta sentado en la oficina de Credimás, la empresa que fundó en 2017 con sus hijos, a quienes a veces llama “proyectos” y otras veces “bastones”. Esa es la empresa que le consiguió una oficina en un piso 20 diagonal al edificio de Trump.

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El despacho de Medellín también queda en un edificio lujoso, en El Poblado. El piso es el siete y a la espalda del escritorio de Montoya se ven las montañas del oriente de la ciudad. El espacio es pequeño. En el escritorio del lado, a menos de un metro, está su hijo mayor que parece muy concentrado con los audífonos puestos. Ya se sabe bien la historia de su padre.

La oficina parece recién desempacada o lista para empacarse. Hay tres matas artificiales y una vela, quizás un calendario. No hay fotos familiares, ni souvenires ni tarjetas de “abuelo te amo”. Tampoco trofeos, ni mucho menos diplomas. Es que Carlos Eduardo puede aprenderlo todo solo.

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Tenía 16 cuando mandó a su hermano menor, “Rafaelito”, a quien no dejaba trabajar en la mina, a celebrar la primera comunión a Medellín con unas tías. Al otro día le avisaron que lo había matado una bala perdida.

Estaba a punto de cumplir 18 cuando la mina se le inundó y se acabó. Salió a buscar trabajo y después de mucho insistir lo contrataron en EDA, que años después se convirtió en Edatel y ahora se llama Tigo-Une. Dice que casi no le dan el puesto en la mina por ser bachiller. “Me pidieron que les demostrara que yo era minero y lo único que tuve que hacer fue quitarme la camisa, mostrarles las manos y pasarme un alfiler para que se dieran cuenta de que tenía callo”.

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Un año duró en la mina de EDA que, comparada con la suya, le parecía una ciudad. Acostumbrado a andar a gatas ahora no alcanzaba ni a ver el techo. Dice que desbarataba y arreglaba cuanta máquina se encontrara, así estuviera buena o mala. Dice que un día estaba desayunando con un camarada minero cuando el ingeniero de la mina les puso un televisor para ver el lanzamiento del Apolo 11. Ese día, dice, tuvo una epifanía: supo que algún día quería controlar unos computadores y unos monitores como los que veía en el único televisor de la comarca.

La historia de la epifanía con el lanzamiento del Apolo 11 también se la contó Montoya al comunicador de la Agencia de Cooperación Internacional de Medellín, ACI, que lo entrevistó hace un par de semanas para publicar un reel de Instagram que apenas tuvo dos comentarios.

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El problema es que cuando el Apolo 11 despegó en 1969, Montoya tenía apenas ocho años y no conocía al ingeniero que le llevó el televisor, por lo que la epifanía, si ocurrió, tuvo que haber sido con la transmisión de la repetición o con algún otro lanzamiento espacial menos memorable que el Apolo 11.

El caso es que Montoya, tan madrugador, tan disciplinado, tan motivado, tan buen trabajador, tan malo para tomar trago, tan fiel, tan antioqueño se ganó el cariño de los jefes y de los jefes de los jefes.

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En contra de su voluntad, porque nada teme más un minero que lo saquen de la tierra, lo pusieron a trabajar en una cuadrilla que les hacía mantenimiento a las redes de comunicación del departamento.

En los ratos libres, además de arreglar cosas, dice Montoya, al que un buen relacionista público tendría dando conferencias en universidades, escribiendo libros o haciendo videos y cursos de superación personal en internet, aprendió a programar.

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En Edatel fue subiendo como un minero a la inversa conforme iban apareciendo nuevas tecnologías. Dice en su perfil de Linkedin que llegó a ser líder de soporte y puesta en servicio de la red de conmutación rural y transmisión de toda la red de comunicaciones del departamento.

Ahí estuvo 18 años hasta que en el 2008 lo nombraron como director de desarrollo informático. “Yo hice todo el sistema para digitalizar el catastro en Antioquia”, cuenta después de una retahíla de cuarenta o cincuenta minutos en la que apenas tragó saliva.

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En la empresa en la que trabajó 33 años viajó a Japón, China, Israel, Corea del Sur, Finlandia, Inglaterra, etc, etc. Nunca se graduó de nada. “Yo iba a las clases y apenas prestaba atención a la parte de cálculos y matemáticas, luego ya no me interesaba. ¿Vos sabés que yo soy matemático?”.

—¿Sabes inglés?

—Sí, yo aprendí solo.

—¿Qué música te gusta?

—De todo, cuando yo era niño y trabajaba en la mina andaba también con una guitarrita mala pa’ arriba y pa’ abajo y aprendí a tocar y a componer y cantaba mis propias canciones.

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—¿Algún hobby?

—Hacer ejercicio, los diagramas me encantan.

—¿Tenés esposa?

—Sí, la misma desde los 14 años.

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El premio del paisa ejemplar debería llevar el nombre de Carlos Eduardo. Y si ese premio no existe debería inventarse esta misma semana.

“Los sueños cuando uno los tiene desde joven y le pone foco a eso se cumplen. No hay imposibles, no interesa de dónde sos”, dice cuando ya se dio cuenta de la potencia de la historia que tiene en la lengua.

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Renunció a Edatel en el 2014 en medio de la venta de Une a Millicom porque, dice él, en la empresa no le quisieron aprobar un proyecto en el que llevaba años trabajando.

Entonces se lo llevó al Ministerio de las TIC donde presentó y se ganó el proyecto para llevar autopistas de internet de alta velocidad a regiones como los Llanos Orientales, el Amazonas, Chocó y la Orinoquía. En el 2016 renunció para dedicarse, ahora sí, al proyecto en el que más había invertido: sus hijos.

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Mientras encontraban la idea de negocio, los Montoya pusieron un “laboratorio” en el que iban a desarrollar la estrategia que les asegurara, sin importar si vendían empanadas o software, el éxito empresarial. La estrategia, dice el padre, tiene tres fases: la cultura, los procesos y la tecnología. Eso, aplicado a cualquier cadena de valor es tan seguro como un gol después de un doble cabezazo en el área.

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Si hay algo difícil de creer en todo este testimonio es que Carlos Eduardo nunca se haya graduado formalmente de nada, pues habla de los nombres de los procesos, de las herramientas y de las prácticas empresariales como de manual: “¿Has oído hablar del P.M. Book? Pregunta para responderse a él mismo: “Es el mejor proceso para gerenciar proyectos. ¿Vas a manejar desarrollo de software? CMMI, o RUP.

Para talento humano usas la gestión de 360 grados”, dice Montoya como quien se acaba de quitar la camisa para mostrar lo duros que están los callos. “Es que yo soy un amante estudioso de las metodologías, desde chiquito en la mina pasaba cualquier cosa y yo llevaba controlcito, ordenando la gente, ¿todo es método sí o no?”.

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La idea del negocio se le ocurrió a Sebastián, el hijo menor, que estudió sistemas pero “se torció” para el marketing. Sebastián había trabajado en una empresa que prometía ayudarles a los latinos en Estados Unidos a mejorar su calificación crediticia. Sin embargo, según le contó a su papá, la empresa era un estafadero donde la gente terminaba perdiendo la plata y sin soluciones. Entonces a los Montoya se les ocurrió que quizás ellos podían hacer lo mismo pero bien, sin tumbar a nadie.

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Se fueron para Estados Unidos a encuestar gente y volvieron convencidos de que esa era la mina correcta. Así nació Credimás, la empresa que ahora tiene 65 empleados directos y que, según su ownership, cuenta con un universo de 50.000 clientes latinos en el país norteamericano.

Lo que hacían inicialmente era asesorar a los latinos, que muchas veces indocumentados, querían acceder a créditos para casa, estudios, carros o seguros, pero no podían porque o no sabían cómo o tenían una mala calificación. “Pero nos dimos cuenta de que había una norma que permitía mejorar la calificación crediticia haciendo una carta de manifestación, y la gente no sabía eso.

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Allá no es como en Colombia que a uno lo reportan en Datacrédito y ya es la muerte financiera. Ahora estamos trabajando aquí con un Senador para sacar pronto una ley que arregle ese problema”, dice Montoya que ya ajusta una hora y media hablando y no ha pedido ni un vaso con agua.

En el sitio web de Credimás hay una decena de testimonios de personas con acentos de todo el continente mostrando el carro o la tarjeta de crédito que consiguieron gracias a la gestión de esa empresa.

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Con los años, la firma ha ganado buena fama y dice Carlos que ahora son los concesionarios de carros o las inmobiliarias las que los buscan cuando reciben clientes con mala calificación crediticia para que los ayuden.

El negocio creció y ahora trabajan vendiendo seguros, casas y carros, hasta tienen una oficina de abogados que nació para asesorar a los latinos en EE. UU. pero que encontró un mejor mercado trabajando con gringos que viven en Medellín. El holding es de una docena de empresas y las ventas anuales son la única pregunta que Montoya no se anima a responder.

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Pero más allá del éxito de su vida y de su empresa, a él le interesa hablar de sus empleados, “de los pelaos sin ninguna oportunidad” que contrata y que en un par de meses es capaz de convertir, según él, en ejecutivos. “Usted viera como se transforman aquí que llegan las primeras semanas diciendo: “Dígame si uno después de transformar a tanta gente y a tantas familias no se puede morir tranquilo ya”.

Pero eso no quiere decir que tenga ganas de morirse, ni de retirarse. En el mismo piso de la oficina de El Poblado tiene otro laboratorio, un centro de innovación con jóvenes sin experiencia laboral desarrollando con inteligencia artificial cualquier tipo de programas, que van desde una herramienta para que las personas con discapacidades puedan mover el cuerpo dentro del metaverso hasta el desarrollo de aplicaciones para gobiernos y ciudades digitales.

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“A mí que me llame Federico o cualquier otro alcalde y me diga que le ayude a preparar 50.000 jóvenes como estos y yo se los preparo, ese es el sueño que yo tengo y no voy a descansar. Es que así salvamos a Colombia, ¿o no?”.

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