¿Superliga? ¡No!

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Cuando aquel 18 de abril sorprendió al mundo del deporte con la noticia de la Superliga, lo primero que vino a mi mente fueron [...]

[…] Las figuras de Sócrates Brasileiro, Johan Cruyff y Diego Armando Maradona. Imaginé, si por vueltas del destino aquella propuesta rampante y sin escrúpulos, hubiera ocurrido en la época de estos titanes, lo que hubieran sido sus palabras de justicia, solidaridad e integración, en defensa de un fútbol abierto y para todos.

Casi podía escucharlas, reproducirlas en mi mente. Pero al volver a la realidad se cae en cuenta muy rápido de la cruda decadencia que ocupa el fútbol moderno del s. XXI. No se dejen engañar, la FIFA y la UEFA son igual de responsables de la aparición de este adefesio, como son estos 12 chacales que al fin decidieron los dientes babeantes sin el más mínimo reparo ni vergüenza. La Superliga no es nada más que eso, una podrida metástasis del cáncer que ha azotado al fútbol desde los años 90.  

Hay que dejar una cosa clara antes de todo, el fútbol ha sido el deporte más popular del planeta desde que sus meros inicios, y seguirá siéndolo no importa lo que suceda con las instituciones, después de todo, solo basta un potrero y pasión infinita, recursos que abundan donde dirijamos la mirada. Pero a finales del milenio pasado y sin descanso a partir de ahí, el deporte entró rápidamente en las vorágines del mercado y los billetes, hasta puntos que hasta hace no mucho llegaron a cifras obscenamente insostenibles.

Con la entrada de dólares a chorro provenientes del Medio Oriente, en Zúrich todo era felicidad. Se infló ridículamente el mercado a punta de contratos televisivos y fichajes de jugadores que cada año superaban toda clase de récords mundiales. Lo que en los 2000 alcanzó a hacer historia en fichajes de algún jugador de los galácticos, en 2019 era nada más que una cifra promedio de algún brillante jugador a punto de debutar en grandes ligas.

La brecha entre clubes ricos (muchos de ellos nuevos imperios creados a través de capital no proveniente de su misma actividad deportiva) y pobres fue creciendo sin que nadie hiciera nada al respecto, desnaturalizando progresivamente el deporte y la competencia. Bastaría ver las hegemonías casi sin oposición en las ligas más importantes del continente europeo. Ni hablar del Mundial de Qatar, manchado de sangre de los 6.500 obreros producto de la ambición desmedida de la FIFA y sus secuaces impulsadores. 

Pero tampoco nos comamos la galletita de Florentino y su discurso tendenciosamente perfumado de solidaridad por el deporte y rescate de los jóvenes perdidos en las garras de las redes sociales. La Superliga, como se ha explicado brevemente, es el empujón final al abismo al cual la UEFA muy diligentemente se encargó de acercarnos. Es un paso catalizado, peor aún, de solo 15 aristócratas privilegiados, de salvar su pellejo en desmedro de la competencia y de lo que tenga que caer a su paso con tal de lograr sus objetivos. Y no tienen ningún reparo en negarlo.

No me cabe menor duda que el modelo propuesto por la Superliga debió ser brillantemente hilado por las mejores mentes de los negocios y el marketing; sus estadísticas, estudios e indicadores debieron proyectar un éxito rotundo: éxito en ingresos, éxito en audiencia, éxito en merchandising y cualquier otro elemento de aquellos fácilmente medidos por los grandes empresarios. Un modelo en el que todos ganaremos, excepto el deporte y la competencia, excepto aquellos clubes periféricos no aptos para ingresar a la élite.

Un torneo de plástico finamente empacado, siempre con las mismas camisetas no importa el resultado, con emoción y competencia previamente fabricada para toda la familia, con las mismas dinastías de siempre inflando cada vez más la burbuja financiera al punto en el que no importarán las ligas locales ni los torneos menores, sin poder competir en espectáculo y a sabiendas de un cupo asegurado por derecho de nacimiento a la máxima competencia, y una religiosa resignación para los demás equipos que sabrán siempre el lugar que les corresponde. Un torneo para todos, claro que sí. 

En este punto, entonces, nos encontramos los fanáticos del deporte rey, sin saber qué posición tomar en un negocio donde hace tiempos dejamos de ser lo más importante, intentando tomar partido ante tal duelo de carroñeros peleando por el trozo más grande de carne en descomposición. Quienes nos oponemos a la Superliga hemos escuchado cientos de argumentos, a favor y en contra. Soportamos señalamientos con el dedo que nos han tildado de defensores del status quo, de cómplices de la FIFA y su decadencia o, peor aún, de ser borregos comprados con espejos de colores traídos por Infantino, Čeferin y sus secuaces. Algunos nos han propuesto, entonces, dejar de consumir fútbol si tanto estamos en contra de los cambios que en él acontecen. La respuesta adecuada a aquellas acusaciones, lamentablemente no la tengo.

El fútbol ha cambiado, ya no es más aquel amor que conocimos en la infancia, y algunos nos hemos negado a aceptarlo, como haría alguna buena esposa que soporta gritos y maltratos del marido esperando en el fondo el regreso de aquel romántico y detallista empedernido del que alguna vez se enamoró. Para algunos este golpe en la mesa bastó para despertarnos, a otros tendremos que irlos despertando de a poco, gracias a la Superliga por abrirnos los ojos: ustedes no son la solución, el estatus actual del deporte tampoco, son más de lo mismo en empaques diferentes. Pues mientras muchos celebramos y aplaudimos la caída de la propuesta en días anteriores, y otros nos auguraban el fin inevitable del fútbol, la UEFA y los 12 desertores se reunían para seguir repartiéndose coimas y relajar aún más el fair-play financiero, demostrando de una vez por todas el origen real de sus diferencias y preocupaciones. Que no nos la cuelen, el deporte nació sin ellos, y seguirá no importa lo que pase.

Es momento de continuar el debate, algunas voces se han levantado, y esperemos que más sigan sumándose con el pasar de los días. Yo, por mi parte, intentaré sumarme a esta causa mientras busco felicidad en otros campos de la vida pues, al fin y al cabo, de no poder derrotar a este Goliath cada día más invencible, apagaré la tv y seguiré mi camino, con la completa convicción de haber luchado hasta el final. 

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.

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