Dicen que la posición de arquero es la más ingrata del fútbol. Y tienen razón. El arquero es el único jugador que no se puede equivocar, si lo hace, la multitud no lo perdona.

Como escribió alguna vez Eduardo Galeano: “El portero es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento (…) Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace”.

Robert Enke nació en 1977, en Jena, Alemania del Este, cuando a Europa aún la dividía la Cortina de Hierro. Como todo arquero, de niño soñaba con anotar goles, pero desde muy joven demostró un gran talento bajo los tres palos. La cuestión era simple, si quieres llegar a ser profesional tienes que ponerte los guantes y olvidarte de marcar goles. Sencillo, pero cruel para un niño de 6 años. El pequeño Robert entendió su nuevo rol y con la ayuda de su padre, un reconocido psicoterapueta alemán, comenzó a demostrar que estaba para grandes cosas. Pero había algo dentro de él que no funcionaba bien. Robert tenía miedo.

Siendo niño y gracias a su enorme talento tenía que jugar a menudo con los mayores. Su padre recuerda que frecuentemente entraba en pánico, tenía miedo de no poder estar a la altura. Robert le preguntó a su padre una vez: “Papá, ¿te decepcionarías de mi si dejo el fútbol?”. “¡Claro que no Robert!, el fútbol no es lo más importante”. Esta sería la única vez que acudiría a su padre por un consejo.

Con 14 años, Robert fue llamado por la Selección Alemania Sub 15 para jugar un partido amistoso nada menos que ante Inglaterra en el mítico estadio de Wembley. Ese día recibió elogios de su entrenador y sus compañeros por su gran actuación. A los 18 años firmó su primer contrato profesional con el Borussia Monchengladbach, allí donde se convirtió en uno de los porteros con mayor proyección el primera división del fútbol alemán.

En 1999 es fichado por el Benfica a petición del entrenador, el también alemán Jupp Heynckes. Al principio dudó en aceptar la oferta del club portugués, le generaba pánico salir de su país con rumbo desconocido, pero al final Heynckes logró convencerlo ofreciéndole la capitanía del equipo. Sus días en Lisboa fueron difíciles, el club atravesaba por un complicado momento financiero y deportivo. Pese a los problemas, Robert, logró sobreponerse y no solo se convirtió en el referente del equipo sino que logró ganarse el corazón de la exigente torcida del Benfica. Luego de tres temporadas brillantes en las Águilas, Robert, despertó el interés de grandes clubes europeos. Finalmente, en el verano de 2002, fichaba por el Barcelona, el sueño de cualquier futbolista profesional.

Sin embargo, lo que parecía la mejor oportunidad de su carrera terminó convirtiéndose en una pesadilla. A pesar de llegar como una de las flamantes incorporaciones del club catalán, el entrenador Louis van Gaal prefirió apostar por el argentino Roberto Bonano y el joven canterano Victor Valdés, relegando a Robert al puesto de tercer arquero, anulando prácticamente cualquier posibilidad de jugar.

Esto fue un punto de quiebre en su vida, los fantasmas de su infancia comenzaron a aparecer de nuevo y su confianza se quebró por completo. Para colmo, el día que por fin pudo debutar en un partido de Copa del Rey, el Barcelona cayó humillado 3-0 contra el Novelda, un equipo de tercera división. La prensa tenía que encontrar un culpable y rápidamente lo señalaron a él.

Todavía no cumplía un año en el Camp Nou cuando el Barcelona decidió cederlo al Fenerbahçe para facilitar la llegada del turco Rustu Recber. En una operación en la que había sido usado como moneda de pago, Robert Enke, llegaba a Turquía en un estado anímico lamentable. En su primer partido, el equipo perdió 3-0 de local. Los hinchas, culpándolo de la derrota, lanzaron botellas, encendedores y toda clase de insultos sobre el alemán. Robert no soportó la humillación y abandonó inmediatamente el club, menos de un mes después de su llegada. Un suceso lamentable que lo dejó muy cerca de retirarse por completo del fútbol.

En 2004, cuando todavía no cumplía 27 años y después de acumular decepciones en el extranjero, Robert, decide regresar a Alemania. Allí se unía al Hannover 96, el que sería su último equipo. Volver a su casa, cerca de su familia y amigos representó un gran impacto positivo en él lo que le permitió recuperar la confianza, tanto así que fue escogido por la revista Kicker como el mejor arquero de la Bundesliga. Ese mismo año nació su hija, la vida parecía sonreirle nuevamente a Robert Enke, pero no sería por mucho tiempo.

Justo cuando vivía el mejor momento de su carrera llegaría la noticia que lo derrumbaría para siempre. Lara, su pequeña hija de apenas 2 años, fallecía por complicaciones congénitas. Una vez más, como si fuera un capricho de la vida, Robert tenía que soportar, de la manera más cruel, el dolor y la resignación. Su padre intentó acercarse a él por todos los medios, pero un muro en su cabeza no permitía que nadie pudiera acceder a sus más íntimos sufrimientos.

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Enke lo intentó nuevamente. El Hannover 96 lo nombró capitán del equipo, fue convocado a la Selección Alemana e hizo parte del plantel subcampeón de la Eurocopa en 2008, incluso, tras el retiro de Jens Lehmann, era el primero en la lista para ser el portero titular de Alemania en el Mundial 2010, por encima del joven Manuel Neuer. Robert parecía tener su vida en orden, al menos eso era lo que intentaba trasmitir, pero sus amigos más cercanos sabían que no era así. El fantasma de la depresión seguía perforando un enorme agujero dentro su cabeza y su silencio lo alejaba cada vez mas de la salida.

La noche del 10 de noviembre de 2009, dos días después de ser la figura en el empate de su equipo 2-2 ante el Hamburgo, Robert Enke, salió de su casa y no regresaría nunca más.

“Si pudieras entrar en mi cabeza sólo durante media hora entenderías por qué me estoy volviendo loco” dejó escrito en una nota para su esposa, luego salió rumbo a la estación de Neustadt am Rumberge, y se lanzó a las vías del tren con la certeza de que las voces de su cabeza no volverían a perturbarlo nunca más.

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