Este evento cambió radicalmente la manera de comunicarnos en el fútbol.

En muchos sentidos la vida en 1966 era muy diferente a nuestros tiempos. No era la sociedad hiperconectada y globalizada en la que vivimos hoy, no existían las maravillas del internet y no se tenía el flujo incesante de información que recibimos a través de nuestros celulares. Sin embargo, en otros sentidos la sociedad era similar a la que tenemos ahora. En Sudamérica nuestras naciones bamboleaban entre democracias y dictaduras, golpes de estado, disputas fronterizas, movimientos guerrilleros y el siempre inminente fantasma del comunismo al acecho, para quién cree en él. Mientras tanto Europa gozaba de un estado de bienestar nunca visto desde la posguerra, producto de la fuerte inversión que hizo Estados Unidos para la reconstrucción del continente (mediante la Doctrina Truman), y producto también de la visión eurocentrista del mundo moderno. Nada nuevo bajo el sol.

Las potencias siempre han dominado y dominarán en el ámbito económico y político del mundo, producto de siglos de colonialismo y explotación sobre el resto de las naciones de la tierra. Y este colonialismo se basó siempre en la creencia que las demás culturas eran inferiores, y necesitaban ser civilizadas. Sin embargo, el fútbol escapó de esta tendencia durante el siglo XX: hasta 2006 Sudamérica ganó mayor cantidad de campeonatos del mundo que Europa.

Antes de 1966 se habían disputado 7 copas mundiales, de las cuales 4 se quedaron en Sudamérica. Dos le pertenecían a la combativa Uruguay, ya famosa en el mundo por su garra charrúa y por nunca dar una pelota por perdida. Las otras dos le pertenecían a la Brasil del Rey Pelé. Eso sí, era un plantel lleno de estrellas rutilantes como Garrincha, Vavá, Coutinho y Carlos Alberto. Era un equipo que había descrestado al fútbol moderno con una forma de jugar única: como se baila la samba en las favelas de Brasil, llena de lujos, gambetas y goles.

Era indiscutible en aquel entonces que el fútbol que se jugaba en Sudamérica era diferente. Era especial, era mejor. Esto no caía bien en las sedes de la FIFA y de la FA (la Football Association de Inglaterra), las organizaciones rectoras del fútbol mundial y de carácter naturalmente eurocentrista. Ellos, los inventores del fútbol moderno, que lo habían traído al Río de la Plata a finales del Siglo XIX, se estaban viendo superados en la cancha por sudacas de piel oscura y juego endemoniado. Europa necesitaba con urgencia una victoria.

Inglaterra había ganado el sorteo para ser la sede del mundial 1966 y no estaba dispuesta a dejar escapar la esquiva Copa Jules Rimet. Hay que decir la verdad de las cosas: fue un mundial orquestado para quedarse en casa, tal como hiciera Mussolini en Italia 1934 o como años después hiciera la Junta Militar Argentina en 1978. Todo estaba arreglado: 24 de los 32 partidos fueron arbitrados por europeos.

Por el lado de las selecciones sudamericanas, Brasil partía como la candidata al título, por ser bicampeona y tener en sus filas al rey Pelé, el mejor jugador del mundo. Argentina y Uruguay también tenían muy buenos planteles, con los mejores jugadores de sus principales clubes, ampliamente reconocidos en Sudamérica por sus actuaciones en Copa Libertadores.

De aquella selección Argentina, 4 jugadores eran de Boca, 4 de River, y los 3 restantes de Independiente, Racing y San Lorenzo. Destacaban en aquel equipo Antonio Roma en el arco, Norberto Perfumo comandando la defensa, Antonio Rattín como capitán y patrón del mediocampo acompañado de Jorge Solari (tío de Santiago el ‘indiecito’ Solari) y el tridente ofensivo de River: Artime, Onega y más. Aquella selección argentina jugaba a lo que se jugaba el fútbol en el Río de la Plata: a muerte. Dejaban la piel y el alma en cada pelota.

Dentro de las selecciones europeas eran dos las candidatas a quedarse con la copa: la Alemania, de Franz Beckenbauer, y la selección de Inglaterra, la local, que también tenía un equipazo: Sir Bobby Charlton, el capitán Bobby Moore, Gordon Banks en el arco, el siempre implacable Nobby Stiles como mediocampista defensivo y los letales Geoff Hurst y Roger Hunt en punta. Era la base del Manchester United, campeón de Europa.

En aquel mundial la fase de grupos estuvo llena de polémicas y carente de espectáculo. Predominó el juego duro y defensivo. Brasil, la vigente bicampeona, fue eliminada en primera ronda después de que Pelé fuera impunemente cazado a patadas por búlgaros y portugueses.

Uruguay y Argentina, por su parte, lograrían clasificar a cuartos de final. Sus rivales serían Alemania Federal e Inglaterra respectivamente, las dos favoritas. Durante la fase de grupos, Alemania había empatado con Argentina 0-0 en el Villa Park, mientras que Uruguay hizo lo propio en Wembley contra Inglaterra, por idéntico resultado.

Serían cruces de cuartos de final difíciles para las dos aspirantes europeas al título. Aunque misteriosamente se verían favorecidas por el sorteo arbitral: un inglés, Jim Finney, pitaría Alemania-Uruguay, y un alemán, Rudolf Kreitlein, pitaría Inglaterra-Argentina. Los dirigentes de la AFA y la UAF no fueron invitados al sorteo, dejando el tufo a amaño flotando en el ambiente. La fecha marcada para ambos enfrentamientos sería el 23 de julio de 1966. La mesa estaba servida.

En el Hillsborough Stadium, de Sheffield, a Uruguay no le cobraron una descarada mano en el área, que hoy en día hubiese sido merecedora de penal y expulsión. Los alemanes terminarían ganando por 4-0, y los uruguayos terminaron con dos expulsados. No era que las patadas de los uruguayos fueran particularmente desleales o más fuertes que las que se dan hoy en día, pasa que el fútbol del Río de la Plata se juega así. Y eso un árbitro europeo no lo entendía, y nunca lo entenderá.

Argentina no corrió con mejor suerte. En el mítico estadio de Wembley, todo pintado de blanco y rojo, Inglaterra buscaría dar un paso más en busca de la copa. El partido tenía un ambiente de guerra, aunque sucedió 16 años antes de la Guerra de las Malvinas. Los británicos salieron con todo a vencer, y durante la primera mitad del primer tiempo mantuvieron bajo asedio el arco albiceleste. Argentina hacía de la cancha un campo de batalla, defendiendo con garra y fortaleza. De todas las patadas argentinas, destacaban las de Antonio Rattín, aquel bastión de metro con noventa que tenía Argentina en el medio. Defendía con una vehemencia que seguramente levantaría ovaciones en su local Bombonera, pero no en Wembley.

Llega el minuto 36, y sin razón aparente el árbitro alemán detiene el juego y expulsa a Antonio Rattín del campo con señas. En ese entonces no existían las tarjetas. El juez Kreitlein nunca se habría molestado en aprender palabra alguna de español. Por su parte, Rattín tampoco hablaba una sola palabra de inglés, ni mucho menos alemán. Hay que recordar que era un mundo diferente al que tenemos hoy, menos globalizado. No había traductor de Google, no había Siri, ni siquiera existía transmisión en directo. No existía el internet. No había forma de que estas dos personas se lograran comunicar. Solo quedaba el gesto… Aquel gesto frío, despectivo y lapidario. Te vas. Te vas porque yo lo digo, y sin que sepas por qué, simplemente te vas de la cancha.

Antonio Rattín no comprendía lo que estaba sucediendo, y fiel a su estilo rioplatense, no se iría del campo de juego hasta que alguien le explicara que había hecho mal. El juego duró detenido 10 minutos completos, en los cuales Rattín alcanzó a sentarse en la alfombra roja de la grada occidental, reservada para la reina Isabel II. Ken Aston, jefe del comité árbitros FIFA, bajó acompañado de la policía para escoltarlo fuera del campo de juego.

En el acta del partido, el árbitro alemán daría sus razones: “me miró con mala intención, por eso me di cuenta de que me había insultado”. Rattín mientras caminaba hacia los vestuarios, lleno de impotencia, y en un gesto icónico, estrujó el banderín de córner con la bandera inglesa, provocando así la furia de los hinchas ingleses. “Animals, Animals” gritaban desde las gradas de Wembley, gestando así el inicio de una cruel rivalidad futbolística entre argentinos e ingleses que perdura hasta el día de hoy.

Con un jugador menos, el partido se había desnaturalizado. Al minuto 78 Geoff Hurst de cabeza puso el 1-0 definitivo con el que Inglaterra avanzó a semifinales. Alf Ramsey, DT inglés, después del partido prohibió intercambiar camisetas con los argentinos, sumándose al sentir polarizador y racista que bajaba desde las gradas de la catedral del fútbol inglés. “Son animales” dijo después del partido, como si en Sudamérica solo por jugar diferente no fuéramos parte de la raza humana.

El mundo del fútbol cambió a raíz de este acontecimiento. Luego de que Inglaterra lograra su Copa Jules Rimet, derrotando por 4-2 a Alemania en la final (con un gol fantasma incluido), a Ken Aston se le ocurrió la idea de inventar un código de colores a remembranza del semáforo, para que cualquier jugador del mundo pudiera entender cuando era amonestado y cuando expulsado. De esta forma episodios como el de Rattín no volverían a suceder.

Así nacieron las tarjetas amarilla y roja como las conocemos hoy en día, las cuales debutarían 4 años después en el mundial de México 1970. El primer jugador en estrenarlas fue el soviético Evgeni Lovchev, en el partido inaugural.

Otras circunstancias hicieron cambiar al fútbol moderno. La globalización y los grandes capitales hicieron que nuestros talentos migraran más jóvenes a nutrir las ligas europeas. Nuestros jugadores ahora juegan roles fundamentales en su preciada Champions League, y los que no, sueñan con hacerlo algún día. Como producto de esta nueva sociedad, nuestros jugadores perdieron el gen del potrero, juegan bajo el estándar europeo e inclusive algunos hablan inglés. Pero la balanza cambió, ahora estamos 3 mundiales por detrás de Europa en el historial. Hace 18 años Sudamérica no alza la Copa del Mundo. Aprendimos a jugar su juego y perdimos.

Las formas de comunicarnos cambian, pero el mundo sigue siendo desigual.

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