(…) porque en mi equipo un jugador que pega así no merece seguir en la cancha”. – Obdulio Varela.

Ese día la charla técnica fue por la mañana. Después del cónclave en el que el entrenador dio sus últimas indicaciones, Eduard Dubinski, un joven defensa de la Selección Soviética subió a la terraza de la hostería donde se alojaba el equipo, en Arica, la ciudad más septentrional de Chile. Encendió un cigarrillo y contempló por un momento las olas del Pacífico enclavijándose con la arena silícea del desierto de Atacama. El partido era a las 3:00 de la tarde. Sus manos, ociosas, evidenciaban una intranquilidad que contrastaba con la insondable frialdad de su mirada. Era la primera vez que jugaba en una Copa del Mundo, pero la razón de aquella insoportable turbación iba más allá de su debut, y no era otra cosa que la de enfrentar al rival más peligroso del torneo: Yugoslavia, no precisamente por sus virtudes futbolísticas, sino por la connotación sociopolítica que suponía aquel encuentro.

Para entender lo que le pasó a Eduard Dubinski aquella tarde del 31 de mayo de 1962 en el Estadio de Arica, hay que devolverse catorce años y trasladarse unos doce mil kilómetros hacia el este, hasta La Península de Los Balcanes. Dubinski tenía 13 años cuando escuchó por la radio la noticia de que Yugoslavia era expulsada del Kominform. La ruptura entre el Mariscal Tito, presidente de Yugoslavia, y Joseph Stalin era un secreto a voces. Tito, que se había formado en las filas bolcheviques, y que había llegado al poder en Yugoslavia con el respaldo soviético, ya no estaba dispuesto a seguir subordinado al apetito tiránico de Stalin. Su acercamiento diplomático con el Bloque Occidental fue visto como una afrenta imperdonable para el régimen soviético, que desembocó en una profunda crisis sociopolítica entre los dos países más poderosos de la Europa Centro- Oriental.

Eduard Dubinski tenía claro el recuerdo del 6 de marzo de 1953 cuando el boletín de la radio soviética anunció la muerte de Stalin. No creía mucho en la teoría de que había sido Tito quien ordenó su asesinato, pero nunca olvidaba la carta que, según los conspiradores, el Mariscal Tito le había escrito al dictador soviético antes de su muerte, y que decía: “Deja de enviar gente para matarme, ya he capturado a cinco (…) Si no dejas de enviar asesinos, enviaré yo uno a Moscú y no tendré necesidad de enviar a un segundo”.

Habían pasado nueve años desde la muerte de Stalin, pero la tensión entre soviéticos y yugoslavos se mantenía vigente. Dos años atrás, el 10 de julio de 1960, las selecciones de fútbol de ambos países se habían enfrentado en Francia por la final de la Eurocopa, con victoria soviética. Eduard Dubinski no fue parte de aquel plantel, pero sus compañeros siempre le contaban con orgullo el valor de aquel triunfo, más por el rival que por la trascendencia del título. Así que, si algo tenía claro aquella tarde, en Arica, era que los yugoslavos no estaban dispuestos a perder por segunda vez. O en el mejor de los casos, venderían la derrota a un precio muy alto.

Era el segundo día del Mundial y la prensa internacional no hacía otra cosa que censurar el juego violento que había predominado en el torneo. Más de 20 jugadores habían terminado lesionados, entre ellos Pelé, que sufrió la fuerza desmedida de los mexicanos en el primer partido y tuvo que conformarse con ver el resto del Mundial desde el banco. Con el periódico local en la mano, haciendo esfuerzos por entender el español, Dubinski, le manifestó a Lev Yashin, la legendaria ‘Araña Negra’ con quien compartía habitación, su preocupación por la indulgencia de los arbitrajes en el Mundial, como si anticipara lo que estaba por sucederle.

A la 1:00 de la tarde llegó el bus que iba a llevar el equipo al estadio. Hacía un sol fulgurante. Faltaban 21 días para el solsticio de invierno en el hemisferio sur y los días eran cada vez más cortos. Los partidos tenían que jugarse temprano para aprovechar la luz del sol ya que los estadios de Chile no tenían iluminación artificial.

El partido se retrasó 10 minutos. Tenían que esperar la orden para empezar al mismo tiempo en las cuatro sedes: Santiago, Rancagua, Viña del Mar y Arica. El primer tiempo no dejó mucho para comentar en las gradas el estadio. Era un juego aburrido, en el que el miedo a perder no permitía que los equipos desplegaran su mejor versión. El empate a 0 mantenía una tensa calma en el campo. El entrenador soviético fue claro y les dijo en el vestuario a sus jugadores que si querían llegar lejos en el Mundial tenían que ganar esa tarde, ya que después enfrentaban a dos rivales desconocidos: Colombia y Uruguay, y ahí cualquier cosa podía pasar. Los soviéticos salieron resueltos y a los 5 minutos del segundo tiempo se adelantaron en el marcador. Todos corrieron a abrazarse menos Dubinski, él sabía que ahora los ataques de los balcánicos aumentarían y quería estar concentrado.

El gol confundió a los yugoslavos quienes se sentían amenazados ante la humillación de una nueva derrota en un escenario internacional. La situación fue bien aprovechada por el equipo soviético que se adueñó del partido con una demostración táctica magistral. Con el paso de los minutos el juego se tornó más violento. Desde la banda derecha, Dubinski, vio como uno de sus compañeros, derribó con un golpe en el tobillo, al yugoslavo Muhamed Mujic, un corpulento delantero con cara de trastornado, al que se le notó el deseo de venganza cuando se incorporó de nuevo.

Faltaba menos de un cuarto de hora para el final de partido y el sol comenzaba a ocultarse detrás de la platea occidental. Eduard Dubinski, que había tenido poca participación en el juego, corrió hasta la banda a disputar un balón. Alcanzó a despejar la bola con éxito, pero antes de que pudiera apoyar sus dos pies nuevamente sobre el suelo, se percató de la llegada de Mujic, el vengador, que venía hacia él con los dos pies levantados, con genuina intención de hacer el mayor daño posible. Dubinski cayó al césped y su grito de dolor fue tan estremecedor que silenció todo el estadio. Todos quedaron impávidos ante la patada criminal que acababa de sufrir. Todos, menos el árbitro alemán, Albert Dusch, que ni siquiera señaló la falta. Fue tal la agresividad de la acción, que los mismos jugadores yugoslavos fueron quienes decidieron expulsar a Mujic del partido por considerar su comportamiento como desleal.

Con la tibia y el peroné destruidos, Dubinski tuvo que ser operado de urgencia en el hospital de Arica, un edificio viejo y lúgubre que tenían pensado modernizar antes del Mundial, pero, paradójicamente, los recursos los habían invertido en el estadio y los hoteles.

Tras un largo proceso de recuperación, Dubinski intentó regresar a las canchas sin mayor éxito. El talento y la fuerza que lo habían llevado a disputar un Mundial con la Selección Soviética habían desaparecido y su carrera comenzó a disiparse hasta el ocaso. La herida que le dejó aquella patada de Mujic tuvo un mal proceso de curación y favoreció el desarrollo de un sarcoma, una especie de tumor maligno. Los médicos, alarmados por el crecimiento acelerado del tumor tomaron la decisión de amputarle la pierna con el fin de salvar su vida, pero los esfuerzos no fueron suficientes. El 11 de mayo de 1969, en Moscú, falleció Eduard Dubinski a sus 34 años.

El árbitro Albert Dusch no volvió a dirigir más en mundiales. Ya sin Dubinski, La Unión Soviética avanzó a cuartos de final del Mundial, después del recordado empate 4-4 con Colombia, en el que Marco Coll se dio el lujo de anotar el único gol olímpico de los mundiales, a la mismísima ‘Araña Negra’. Pero diez días después, los soviéticos cayeron eliminados ante el anfitrión, en el estadio de Arica, el mismo en el que el joven Eduard Dubinski tuvo cita fatal con el destino, víctima de una patada desleal, llena de rencor y rivalidades políticas que no tenían nada que ver con él.

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