Impetuoso, casi como una fuerza natural imparable, ha logrado calar en los rincones más insospechados del globo terráqueo, uniendo bajo una sola bandera culturas que bien podrían ser tan disímiles como agua y aceite; esto último bastantes décadas detrás de la llegada del gigante llamado globalización. Debieron ser otros los motivos, por tanto, detrás de esta rápida expansión de fiebre por el fútbol, en tiempos donde aún hombres y mujeres navegaban largas distancias en barcos y se comunicaban a través de estaciones de telégrafo. Teorías hay por montón, y abarcan campos tan diversos como la sociología, la psicología y el mercadeo, pero existe una que reposa en el fondo y brilla con fuerza especial por su desbordante elegancia y poder de seducción: “el fútbol como deporte ha logrado condensar, en sus dinámicas y universo propio, la esencia misma del comportamiento humano como especie”.

Considerémoslo por un momento. A donde quiera que se mire están, y siempre han estado, los juegos de pelota, incluso mucho atrás en la historia, en las más tiernas edades de la especie humana. No deja de asombrar que, prácticamente toda civilización antigua de los 5 continentes desarrolló algún grado de deporte basado trasportar pelotas y pasarlas a través de estructuras fijas o móviles, usando en mayor o menor extensión, elementos de la anatomía del cuerpo humano.

Nada nuevo hasta ahí, pues que la gran mayoría de deportes modernos utilizan las pelotas como elemento principal para lograr algún objetivo. Sin embargo, un estudio más minucioso ha logrado encontrar un cierto patrón interesante; en todas y cada una de aquellas culturas —tan distintas algunas entre sí, como las américas precolombinas, los celtas o grecorromanos— algunos deportes intentaban emular algún grado de ejercicios militares, en los cuales dos o más equipos se enfrentaban entre sí, en campo abierto, buscando bien fuera agredir el campo rival, o recuperar algún bien para traerlo de vuelta a campo propio.

Cualquier parecido con la guerra no es pura coincidencia, pues ésta última es una de aquellas cosas que atraviesan nuestra interacción como especie, y que parece replicarse sin fin ni excepción a lo largo de nuestra historia; así que no es de sorprender que aquellos deportes que mejor lograran emularla —en estrategia, intensidad y violencia— gozaran de la más grande popularidad. Pok-ta-pok en América, Soule, o Fútbol de Carnaval en Europa, el patrón se repetía. Y con la popularidad llegaría la expropiación.

Con la consolidación en occidente de la burguesía y una economía basada en las clases sociales y el capital, aquellos deportes masivos —jugados mayormente en épocas de fiesta y carnaval por campesinos, trabajadores y reclutas— pasaron de repente a ser considerados actividades reprochables y endemoniadas: un juego de pobres, borrachos y perezosos. Algo tenía que hacerse al respecto y, tras mil intentos fallidos de prohibición y condena pública, siempre derrotadas ante el ímpetu de lo popular, las familias poderosas lograrían hacerse con el control del juego y así, de una vez por todas, poder regularlo y usarlo a su favor. Esto último derivaría en la consolidación de las reglas, y estos juegos de campo militares serían los precursores del fútbol y el rugby moderno.

Si hasta este momento usted no ha encontrado aún la relación entre fútbol, política y sociedad, no se preocupe, lo mejor está por venir; sin embargo, recomiendo buscar la historia de la producción de alcohol en América Latina, y de cómo los grandes medios de producción aplastaron casi hasta su extinción el concepto ancestral de la chicha —bebida embrutecedora de indios paganos, y culpable absoluta del Bogotazo, según los estratos más poderosos— para poder traer la redención de las cervecerías alemanas y destiladoras europeas que pondrían fin al caos y el desorden.

Al finalizar el siglo XIX el deporte emergente hace sus primeros viajes a través del océano atlántico. Llegaría a América a través del astillero de los puertos y allí, traído por los trabajadores y cargueros ingleses que lo practicaban entre las largas y laboriosas jornadas de trabajo, el fútbol encontraría su hogar definitivo. En las costas de Brasil y el Río de la Plata, le daríamos de nuevo el sabor a carnaval y popular que alguna vez había perdido, y así se esparciría por el continente como un virus febril que atacaría villas, favelas y comunas para no irse nunca más.

Empezaba una nueva era para el balompié y Sudamérica sería la protagonista. Completamente distinto al fútbol rígido y cuadriculado del fútbol europeo —practicado principalmente en universidades y escuelas de alta sociedad— los “nadies sudacas” incorporarían la alegría del carnaval, los pasos elegantes del tango y la milonga y así, pintarían la cara a sus rivales con mágicos zig-zags y quiebres de cintura nunca antes vistos. Con esto llegamos a la cima del fútbol mundial y nos supimos mantener por varias décadas, mientras dimos origen a las más grandes figuras históricas de este deporte: Pelé, Garrincha, Didi, Sócrates, Maradona, Ronaldo Nazario, Ronaldinho, Lionel Messi, la lista se queda pequeña. De lo anterior hay un gran denominador común y es uno de los puntos clave para efectos de esta disertación: el fútbol en este lado del charco ha estado y estará siempre asociado al potrero, lo popular y, en muchos casos, a la pobreza. La desigualdad entre clases —otro sello característico de nuestras comunidades, en especial la sudamericana— encontró su lugar en este deporte, y me atrevo a decir que en muchos casos lo supo potenciar. El fútbol es, por tanto, un espejo bastante bien pulido de lo que son las sociedades humanas. No es opio del pueblo como muchos se aventuran apresuradamente a sentenciar; es más bien, como cualquier otro medio de expresión masivo, una herramienta que puede ser usada al servicio de las acciones más sublimes y perversas, dependiendo de quien la use.

En este punto se entiende ya por qué en aquel deporte tan sui generis existe lugar para el conservadurismo y la revolución, para la represión y la libertad; lo que bajo su nombre sea hecho o logrado no será más que el reflejo de nuestros valores como humanidad en algún momento específico de la historia. En innumerables ocasiones fue la herramienta de las dictaduras más horrendas. Con Il Duce Mussolini y la Italia del 34’; con el sangriento Francisco Franco y su Real Madrid rey absoluto de Europa; o Videla y su Junta Militar con la obtención del mundial del 78’, se cometieron las violaciones más atroces a los Derechos Humanos con el fútbol como cortina infame y despreciable en una sociedad decadente.

Y, sin embargo, de los lugares más oscuros hemos sabido renacer de las cenizas, y las voces y revoluciones más hermosas se han sabido levantar para, poco a poco, tumbo tras tumbo, reivindicar la libertad y hermandad que algunos siempre han luchado por defender. Ejemplos de sobra existen en los libros de historia, y en más de un par de relatos de fútbol han estado estrechamente relacionados a algunas de aquellas peripecias.

En 1982 con el doctor Sócrates y su Corinthians de Brasil, supimos recordar los valores de la libertad y la democracia en tiempos oscuros para un continente sumido en el caos y la represión de la infame Operación Cóndor. Haciendo uso de una pedagogía admirable, Sócrates y sus compañeros decidían democráticamente todos los movimientos del club: escogían los técnicos y el uniforme, debatían por los horarios y tiempos de entrenamiento, escogían la plantilla en cada encuentro, y ninguna voz del equipo era dada por menos.

Esta luz de democracia la acompañaban también con afrentas directas a la Junta Militar, pues sus camisetas desplegaban provocadores mensajes como “votaciones ya” o “quiero elegir a mi presidente”. “Día 15 vote” destaca por sobre otra de tantas consignas, pues hacía alusión a unas elecciones otorgadas por la dictadura para calmar los ánimos de inconformidad social. No se esperaban mayores garantías de transparencia en la votación y, sin embargo, la victoria de la oposición sería categórica, logrando gobernadores y senadores en el Estado de Sao Paulo: 3 años después caía el régimen totalitario. En la España de Franco los equipos vascos y el Barcelona de Catalunya supieron ser banderas internacionales de la Resistencia a fin de los años 30, viajando a través del mundo y levantando la venda que el dictador pretendía imponer con su Real Madrid desbordado de estrellas.

Muchos dirigentes de fútbol murieron por aquella afrenta, y la FIFA, órgano controlador y defensor del status quo cual Iglesia Católica o la ONU, llegó a exiliar a varios de los jugadores rebeldes de competiciones las europeas, quienes fueron recibidos en Sudamérica con los brazos abiertos. Así como Chile, que también supo recibir a varios descendientes del pueblo palestino que se organizaron y formaron el Club Deportivo Palestino, a sol de hoy uno de los símbolos mediáticos más activos por los derechos de la Libertad Palestina en el continente, y que porta con orgullo los colores de aquel pueblo asediado. En 2005, Didier Drogbá, delantero africano de Costa de Marfil y del Chelsea de Inglaterra, se arrodilló ante las cámaras de su país para pedir el cese de la guerra civil, y un par de días después los dos bandos retomaron los diálogos de paz; en 2007 se silenciarían de una vez por todas los fusiles con Didi y su equipo haciendo parte activa de la reconciliación.

La cantidad de jóvenes, universitarios, hijos y movimientos de indignación que han muerto en aquellas fogosas revoluciones es completamente incalculable, y sin duda son aquellos quienes merecen las más altas condecoraciones y el foco total de los reflectores. Y, aun así, en una sociedad que por momentos parece de cabeza, el fútbol, que es capaz de atravesar culturas enteras, es hoy por hoy uno de los más importantes vehículos para lograr las transformaciones más profundas.

Algunos lo han olvidado, otros prefieren el lado oscuro del marketing, la fama y el dinero, y algunos protagonistas simplemente están demasiado enceguecidos en el privilegio para observar el clamor de una sociedad cada vez más injusta e insostenible, donde un solo gesto de su parte podría ser alguna vez la semilla del cambio. Al final solo queda una pregunta: en estos tiempos de masacres, abusos y asesinatos impunes, ¿qué tan diferente sería todo si tuviéramos más actores como Sócrates o Drogbá en nuestros equipos y selecciones?

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