Por: El Espectador

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Este artículo fue curado por Marizol Gómez   Ago 17, 2023 - 7:27 pm
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¿Cómo se llega a los ochenta años siendo el toque de distinción, la garantía y la mejor apuesta de cualquier director para lograr un “taquillazo”? Siendo Robert de Niro, que es como decir “Toro salvaje” (1980), “Taxi Driver” (1976), “El padrino Parte II)” (1974), entre otros miles de títulos más.

Con caracterizaciones únicas Robert De Niro, se ha convertido en psicópata, asesino, casi siempre antihéroe y hasta en el diablo, el neoyorquino se consolidó como actor gracias a esa durísima manera de meterse en el papel las películas.

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De Niro, quien fue padre a sus 79 años, también hace reir y ya lo demostró en la tragicómica “El rey de la comedia” (Scorsese, 1982) para después -ya casi con 60 años- arrasar con “Una terapia peligrosa” (1999) y con “Los padres de ella” (2000) y sus respectivas secuelas.

Siempre combinó cine “indie” con grandes producciones y ha dirigido dos películas: “Una historia del Bronx”, en 1993, y “El buen pastor”, en 2006. Como productor, respaldó entre otros a Kenneth Branagh en “Frankestein de Mary Shelley” (1994).

Tras la trágica muerte de su único nieto Leandro por una mezcla letal de drogas a principios de julio, De Niro desveló que había sido padre por séptima vez. Aunque fue diagnosticado en 2003 con cáncer de próstata, lo tiene superado.

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Antes del cambio de milenio, este joven del barrio de Greenwich Village, en Nueva York, de ascendencia irlandesa e italiana por parte de padre, y holandesa, inglesa, francesa y alemana por parte de madre, ya había rodado con los mejores directores de Hollywood. Con Scorsese (que era de su mismo barrio), rodó una decena de cintas, todas ellas catalogadas como obras maestras.

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Una fama avalada por su trabajo: nada que ver con las estrellas con más noticias sobre su vida que por sus películas. De Niro no ha sido nunca “simpático” con la prensa, ni ha contado “sus cosas” a los cuatro vientos. Buena prueba de ello fue su paso por el Festival de San Sebastián para recoger el Premio Donostia.

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Era septiembre del año 2000, la 48.ª edición. Le anunciaba un joven Javier Bardem -que, por cierto, recoge este año su propio Donostia-, quien agradeció hasta el infinito el ejemplo de De Niro.

“Gracias por habernos enseñado que el talento no es suficiente para ser un gran actor, sino que es una ingente cantidad de trabajo y disciplina, y que es fundamental el deseo y el compromiso con lo que hacemos”.

Minutos y minutos de aplausos. Y De Niro pronunció dos únicas frases. Con media sonrisa tras la proyección del típico vídeo, dijo: “No sabía que había hecho tantas películas”. Y luego: “Es un honor estar aquí, su cálida acogida ha sido maravillosa”. Y se fue.

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Fue gracias a Brian de Palma (que lo descubrió para el celuloide y le hizo “muso” de sus primeras películas), como este hombre de chispeantes ojos negros y un inequívoco lunar en su mejilla, dio a conocer su camaleónica capacidad de transformación.

Aunque solo tuvo que dejarse el pelo largo en “Malas calles”, su primera colaboración con Scorsese (1973), para rodar al joven Vito Corleone en la segunda parte de “El padrino”, De Niro se fue cuatro meses a Sicilia para dominar el terrible acento de sus habitantes.

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Hay otra anécdota famosa. Para rodar “El cabo del miedo” pagó a un dentista para que le estropeara la boca y le diera un aspecto temible y asqueroso a la vez. Cuando acabó el rodaje, se volvió a operar para arreglarse la dentadura. O en “Toro salvaje”, cuando ganó 27 kilos.

 

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