Muchos creen que este es un año perdido e incluso para el olvido. Y pueden tener razón, porque los niños ni siquiera pudieron jugar en un parque, los hinchas ir a los estadios, los fieles a las iglesias, ni los amantes a los moteles.

La rumba quedó aplazada indefinidamente, así como los viajes, las vacaciones, los grados, las sorpresas. Hasta las ideas.

Nos tocó reaprender a hacer lo que antes parecía inmodificable. Sin amigos, ni movimiento. Perdiendo de manera voluntaria nuestro derecho y bien más preciado: la libertad.

Con la orden de quédate en casa, en los idiomas y dialectos conocidos, el mundo se encerró. Y con el encierro llegaron los problemas de los espacios confinados, de la cercanía, de la inmadurez humana sinónimo de todas las formas de violencia en la intimidad.

Ciertamente, fue un año en el que cambiamos nuestra vida cotidiana y a la fuerza prioridades, gustos, hasta los más pequeños placeres. Y sino fue por la enfermedad, o una de esas pérdidas irreparables, lo fue por el susto y el miedo al contagio, a la discriminación y nuevamente a la violencia de siempre.

Pero si no fue eso, entonces, llegó el desempleo, el fin del negocio, la suma de deudas, la falta de liquidez, la pobreza, la quietud.

Discrepo, eso sí, con aquellos que lo quieren olvidar, pues es imposible por más que lo intenten. Nunca olvidas lo que te cambia. Y este año hubo un cambio de lo que hasta ahora conocíamos.

Aquellos que vivieron una pandemia hace más de un siglo ya no están entre nosotros, así que de ellos solo tenemos recuerdos de una memoria colectiva y algunos textos que nos dejaron.

Por eso no quiero ni imaginarme qué versión de este pedazo de la historia tendrán en 100 o 150 años cuando ya no estemos.

Se dirá, por ejemplo, que en estos días tomó aún más fuerza el internet y que la revolución 4.0 ya no fue una idea teórica sino una realidad palpable en buena parte de los sectores de la economía, para los que fue un salvavidas. Desde el señor de la tienda hasta los más pomposos restaurantes.

O que el premio sorpresa de esta coyuntura será la implementación para siempre del antipático aislamiento social. O mejor, ese mundo nuevo a partir de ella.

También se cayeron varios y viejos paradigmas como el de trabajar en la casa o hacer otras cosas a las que no estábamos acostumbrados.

Muchas familias fracturadas se unieron, pero no fueron pocas las que el cambio disolvió.

Los lazos sociales y sus redes, paulatinamente, se fueron debilitando para darle paso a otros lazos aún más endebles que los anteriores, más vacíos y banales.

Algunos lo llaman prueba y algunos sentencian que esto es una consecuencia. En cualquier caso, se puso en tela de juicio las convicciones y la fe, ya no en una película de Netflix sino en la vida de cada uno.

Podríamos creer falsamente que la pandemia nos quitó la posibilidad de soñar, porque no pudimos hacer planes, y eliminó de tajo esas cosas que nos hacen verdaderamente felices, como estar en familia para un cumpleaños, tomar café con los amigos, bailar e ir de fiesta, nadar, salir, correr.

Alguien me dijo al teléfono, pareciera como si Dios nos hubiera abandonado. O como si nos hubieran robado la posibilidad de soñar. Y ni lo uno ni lo otro.

Me gustan los programas de supervivencia por eso, porque incluso en las condiciones más extremas se nota la mano de Dios siempre presente. Esa que sostiene al hombre, aun sin que él lo note.

Como dice Pepe Mujica: es la esperanza de que eso tan malo se va acabar la que te mantiene vivo en las más duras condiciones.

Si nos robaron algo, fue la manera como veíamos las cosas y como entendíamos los sueños. Es ahora más que nunca, que debemos soñar, porque de lo contrario no podemos lograr nada.

Tenemos que volar y eso implica un compromiso colectivo, y sobre todo individual. Si quieres volar con las águilas no nades con los patos.

La pandemia ha demostrado que tenemos que reprogramar nuestra sociedad. Tenemos que creer que la vida puede mejorar. Así como prosperó en el desierto Abraham, el padre de los católicos, los musulmanes y los judíos.

Debemos llenarnos de valor y de esperanza. Sigamos soñando porque los que soñaron, antes de nosotros, nos salvaron desde siempre de la extinción.

Y nunca olvide este 2020 en el que cambiaron las cosas, porque cómo lo afronte, dependerá su futuro y el del país.

Nota: Gracias a quienes leyeron mi columna pasada. Mi esposa ya está mejor.

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