Mi padre, Bernardo Rojas Carrasquilla, nunca a lo largo de su vida, pudo superar un dolor que le acosó hasta sus últimos momentos, a pesar del amor que le daba a su familia.

Decía, en medio de lágrimas: “La vida es a menudo más cruel para algunos”.

La frase se queda corta al explorar ese sufrimiento profundo que arrastró de manera silenciosa durante sus 83 años de existencia, todo, porque nunca pudo conocer a su padre.

Siempre lo acompañó la nostalgia de saber que su papá, también llamado Bernardo, murió de una extraña enfermedad de la cual se desconocía el origen o dictamen. Lo único que supo es que su padre sentía durante su convalecencia que algo por dentro estaba ardiendo, eran dolores agudos y desconocidos que lo atormentaron hasta el final.

El punzante malestar podría arrancar en la cabeza, pasar al pecho o a las extremidades, bajar por los hombros, hasta llegar a los dedos gordos de los pies, con la misma intensidad.

Fiebre, fatiga extrema, obstrucción respiratoria severa y desánimo general lo golpearon a sus 43 años. Fue una agonía con dolor, mareos y una inmensa tristeza la que sintió mi abuelo durante los últimos meses, situación que se hacía cada vez más triste porque su último hijo se estaba gestando en el vientre de la abuela Esther.

Su muerte ocurrió en una de esas casas coloniales de la Bogotá antigua. Durante las últimas horas de una lenta agonía, estuvo solo y aislado. Mientras su corazón dejaba de latir; en el cuarto de al lado, su hijo menor, mi papá, nacía el 14 de febrero de 1936.

Realmente, nadie supo nunca de qué murió. Fue una enfermedad rara, recordarían los otros hijos. Algo así como esta nueva enfermedad de COVID-19, que algunos han llamado gripa y que en menos de dos meses paso de uno a siete mil casos reportados en el país.

Luego cuando creció y preguntó por su progenitor, sus hermanos le contaron que había sido un hombre bueno y dedicado a su esposa e hijos. También que trabajaba de técnico de la Empresa de Energía de Bogotá que comenzaba a generar la luz de la capital.

Rojas Carrasquilla fue el último de siete hermanos y su lamento, seguro, es el de millones que podrían decir lo mismo, o porque no conocieron a su padre como él, o porque tuvieron que sufrir a uno desvergonzado, perverso, ruin, desconsiderado o violento y con el tiempo hacen como si no lo conocieran.

Es que padre y bueno son sinónimos. Si no se puede ser bueno con un niño que es hijo suyo, es imposible serlo con alguien más. Es una responsabilidad, un trabajo que debe ser honrado diariamente. Es la más importante empresa que tiene un ser humano, no hay duda,

Mario Mendoza, el gran escritor colombiano, decía en uno de sus libros que cualquiera puede ser padre y engendrar un hijo, pero no todos lo merecen. Y tiene razón. Si bien no hay un manual, el único trayecto posible para sortear ese difícil camino es el amor.

Millones de Bernardos en Colombia han perdido o no conocieron a sus padres por cualquier razón y, en cambio, parece ser la regla y no la excepción. La más lamentable causa de nuestros inmensos problemas.

Hace ya tres años que mi padre no está entre los vivos. Con su partida pude entender porque la vida fue tan complicada para él y cómo su historia es la de muchos en este país indolente y mentiroso. Siempre que pienso en él, también lo hago en mis hijos y me preocupa pensar qué sería de ellos si yo no estuviera. Nadie cuida de los hijos como los padres.

En mi caso son mi razón de existir. Mis maestros. Mi alegría. Mi motivación. Mi única realidad. Y pienso en los miles que hoy no tienen quien los cuide y se me arruga el corazón.

Cuándo las ciudades se volvieron en una gran sala de espera, pobres los niños que están solos y sin sus padres.  

Mi papá no la tuvo fácil. Como no la tienen fácil un porcentaje importante de la población colombiana, huérfana por la violencia, por la pobreza, por la exclusión, por el consumo de licor, por las armas, por la falta de salud. Somos una sociedad de huérfanos.

La muerte del abuelo Bernardo, cambiaría para siempre el destino de todos sus hijos y las posibilidades de prosperidad para una familia típica de la época.

Mi padre recorrió buena parte de la historia reciente de un país que siempre le fue ajeno y distante. Hace tres años continuó su camino por la vida, ya no en este mundo terrenal, sino en el espiritual.

A diferencia de muchos de los ancianos que han muerto en estas épocas recientes, él no lo hizo solo, ni asfixiado. Cuando murió estaba con mi mamá y mi hijo mayor. Pocos minutos después llegamos con mi esposa a tratar de reanimarlo, pero fue demasiado tarde. No había nada que hacer.

Lo acompañamos y despedimos hasta que fue incinerado. Hoy, los que mueren, no tienen derecho si quiera a una misa, o una sala de velación.

Me sorprende que algunas personas siguen hablando del dolor de los otros con inmensa frialdad. Solo con estadísticas. Es una locura que en medio de una situación tan catastrófica la falta de disciplina social y la consideración por el sufrimiento de otros, nos tenga a la deriva.

Es urgente pensar que no hay diferencias frente al dolor, el hambre que viven miles de colombianos, el miedo que sienten los niños ante el virus invisible que nos cambió a todos la vida.

Adendas

Esta Semana Santa fue muy diferente. Sin salir de casa, viendo las misas por televisión y solo con comunión espiritual, que es lo mejor y más sagrado que tenemos los católicos. La sensación de soledad e incertidumbre fue grande.

Pero el jueves Santo fue aún más triste. Mi perro, Hobbes, un hermoso Yorkie Terrier que le regale a mis hijos David y Santiago en 2009 se fue de nuestro lado para siempre. Y no fue fácil, pues el cariño de ese animal es tan genuino que sientes con su partida que algo muy dentro de ti, también se fue.  

Con la distancia de los días y la madurez que dan los golpes, puedo asegurar que la presencia de ese perro en mi vida fue fundamental, cuando la noche oscura parecía que nunca se iba a acabar. Hasta siempre gran amigo.

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