Quien las usa ya cuenta con lodo acumulado en las ropas, sudor por todos los costados y una sonrisa brillante en los labios.

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Atestiguar la belleza que emana la naturaleza desnuda, de cerca, no tiene comparación en el mundo para Laskmit Yolanda Yamaui Rodríguez. Fruto de la mezcla entre un libanés curioso por conocer el mundo y una venezolana enamorada de la diversidad tropical, ella lleva la aventura en la sangre desde octubre de 1956.

La pequeña aventurera contaba con apenas 15 años cuando se embarcó en su primera travesía llena de riesgos emocionantes. Su madre tenía una tarea pendiente en Colombia, y fue como si una oportunidad de oro se abriese paso ante sus ojos; no podía darse el lujo de desperdiciarla. Empacó una mochila con tres mudas de ropa, contuvo la emoción por seis horas de sueño reparador y emprendió en un bus viajero “Gacela” un recorrido por todo el país vecino durante un mes.

“Recuerdo muchísimo la brisa que entraba por la ventanilla de la buseta y lo queridas que eran las personas en las posadas. Yo estaba feliz de conocer, tenía hambre de recorrer calle”. En resumen, se había abierto una caja de pandora repleta de maravillas para Laskmit, a pesar de que su madre terminara el viaje contando más de quince canas nuevas en su melena azabache, gracias a las locuras de su hija llena de expectativa y vitalidad.

De ahí en adelante, fue escalando una montaña tras otra en más de un sentido. Nunca tenía dinero suficiente, pero no hay nada que el amor de un padre consentidor no resuelva.

Pa, ¿será que puedo unirme a la expedición del Ávila en Caracas? Creo que puedo incluir sólo el plan básico, por cien bolos el mes— dijo esperando convencerlo con sus ojos luminosos de la emoción.

—Puede ser… pero solo si me prometes que vas a tomar algún curso de entrenamiento. No quiero que te pase algo por allá en ese monte inhóspito.

En ese instante, una Laskmit de 23 años acostumbrada a lo predecible de la rutina citadina, se sintió algo nostálgica por la sensación de dejarse sorprender por cosas nuevas. Si la única condición para sentir la adrenalina recorriendo sus venas de nuevo era prepararse para la naturaleza, ¿por qué no hacerlo? Al fin y al cabo, ya tenía la respuesta perfecta.

“Humboldt” era la primera asociación rescatista que la ciudad había visto nacer en su seno. Acompañaba todas las expediciones en las zonas boscosas de Caracas, desde las turísticas hasta las exploradoras y rescatistas. Así que, sin pensarlo mucho, fue a la oficina central de la organización y enlistó su nombre en el tablero de voluntariado para julio de 1989.

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Pero que eso no nuble la vista, pues no quita que la caminata personal iniciada allí haya sido agotadora. Atravesó cielo, tierra y agua, de manera figurada y literal.

Flotó por las nubes dentro de una avioneta, descendió al suelo húmedo para pisar el camino verde y resbaloso del Auyantepui, y completó el camino a su destino dejándose llevar por la corriente del río haciendo rapel. Una vez ubicada en el lugar del mapa que más ansiaba conocer, clavó un descensor conectado a una cuerda y un arnés que la llevaron en una danza espontánea a través de las cascadas del Salto Ángel, en la amazonía venezolana.

Estaba suspendida en el aire con la conciencia perdida. Por eso no sintió el correr del tiempo y acabó teniendo que dormir entre los huecos de las enormes piedras detrás de la cascada más alta del mundo. Se sintió como dormir en una cama acogedora durante una noche tormentosa donde la compañía es el sonido de la naturaleza fabricando sueños. Al despertar, continuó la tarea y decidió que no era suficiente, debía poder verlo todo. Al colocarse las gafas de buceo se sumergió en el agua densa para convivir con peces y arrecifes a través del submarinismo.

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Esta mujer pudo ver y vivir en carne propia el lado hostil de la naturaleza en todas sus facetas, ese que, según ella, cierra sus puertas a los que siguen la corriente de la ciudad, pero que también presume de su grandeza a aquellos que logran coquetearle lo suficientemente cerca.

Al transcurso de dos años de entrenamiento intenso todos los fines de semana, sintió que finalmente estaba lista para lanzarse sola a lo desconocido, lo salvaje y lo inhóspito sin cargar de trabajo excesivo a su pobre ángel de la guarda.

Cualquiera pensaría que entre más se experimenta algo, más se desvanece el encanto de las actividades físicas que nutren el espíritu; pero Laskmit, como buena rebelde inventiva, hallaba formas de mantenerse emocionada y activa en su pasatiempo favorito que tenía más de veinte años acompañándola.

Muy pronto, transformó los viajes de rescate en viajes de ocio puro a los lugares más salvajes de cada continente poblado, donde liberaba el alma y de paso dejaba los ahorros del año. Nunca se vería a Laskmit comprando una camiseta por más de veinte dólares, pero si una tienda de campaña costaba seiscientos y un pantalón montañista estaba a trescientos, el dinero se evaporaría tan pronto lo viera. Simplemente, era su prioridad rendir homenaje a la madre tierra con los mejores materiales disponibles.

Sin embargo, toda historia de amor cuenta con su propia cuota de dolor. En el año 2015, a puertas de entrar su sexta década de vida, Laskmit decidió que era momento de conocer los extremos donde nace y muere el planeta. Iba a explorar el norte, pero la ciudad de Ushuaia se apoderó de su corazón irreverente y la guio a la Antártida, hacia el fin del mundo.

La travesía fue increíble, pero tuvo sus momentos para detener el curso, respirar profundo, y continuar con el reto, porque se fue escalando desde Perú sin haber visto siquiera una foto de los picos que iba a subir.

En palabras de su guía y compañero de montañismo veinte años menor que ella, Marco, le hizo honor al dicho “la ignorancia es atrevida”.

Todo comenzó sin mayor sorpresa. Llevaba cinco días de ‘trekking’, los paisajes eran bellos y el azul del cielo parecía excesivamente claro, ¿qué más podía pedir?

Veía todos esos picos nevados de la Cordillera Blanca y se imaginaba que su montañita no se vería como ellos. Hasta que, finalmente, llegó junto al equipo al Portachuelo de Llanganuco y se la enseñaron.

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—¡Dios mío! ¡Pero si se ve igual que las demás!— exclamó con sorpresa mientras giraba la cabeza, notando que su botellón de agua contaba con mucho menos líquido del que tenía registrado en su mente.

—¿Ya ves?, yo te dije que no era ninguna montañita como le dices tú. ¡Es una montañota!— susurró Marco mientras le retiraba el morral de la espalda para cargarlo él, pues se notaba su cara de cansancio a leguas.

¡Escuchen con atención, grupo! Hay que subir al campamento Base a unos 4,800 metros. Pasaremos por un refugio antes para descansar y continuar hacia la cumbre mañana— anunció Marco a todos los presentes. Mientras tanto, Laskmit solo pensaba en lo que significaba subir en total 5,752 metros para llegar a la cumbre. Por primera vez, tenía miedo de no lograrlo.

“La subida hasta el refugio fue un desastre para mí. Calculé mal el agua y se me acabó a mitad de camino. Por supuesto me agoté e iba tan lento y tan deprimida que me puse a llorar (con lo cual creo que me deshidrataba más). El pobre Marco tuvo que adelantarse hasta el refugio, llenarme las botellas de agua y devolverse. Lo único que puedo decir a mi favor es que al menos no me senté a llorar, sino que lloraba mientras seguía caminando despacito. Todo el camino que me quedaba lo hice pensando en que mi paseo terminaba en el Campamento Base porque yo no iba a echarle a perder la cumbre a nadie y como ya yo estaba segura de que no llegaba, cualquiera que pusieran en mi cordada iba a perder su cumbre”, recuerda.

Decidida a perder la mitad del dinero invertido en el viaje, llegó al Campamento Base agotada, con ánimo apenas para comer y dormir. Todo iba acorde a lo planeado, pero, por supuesto, el ánimo de aquellos con quienes coincidió en el viaje se le pegó hasta que se convenció de que podía intentarlo.

Todo lo que vino a continuación está difuso en su memoria. No recuerda cómo fue el camino desde el Campamento Base hasta el Glaciar, sólo sabe que al entrar hicieron una escaladita que la llenó de energía, lo cual le permitió pasar a “modo robot”.

Clavó su piolet en la nieve y se subió a ese monstruo. A esa hora se veía como uno. Trató de seguir todas las instrucciones sobre cuál mano usar y para qué; los pies derechos o de lado y el piolet viendo hacia delante o hacia atrás.

“Era impresionante sentir la pendiente fuerte en la nieve en la blanca oscuridad. Suena raro, pero realmente es una oscuridad con fondo blanco. Se sentía la inmensidad y yo estaba ansiosa y un poco asustada. Me sentía segura, pero tenía ese sustito sabroso que a uno le gusta sentir cuando hace estas cosas. Lo estaba disfrutando y en ese momento sabía que el viaje había valido la pena”, señala.

Lastimosamente, al modo robot se le agotó la pila rápidamente. Laskmit dice que no sabe si los robots se quejan, pero ella se quejó más de una vez, que si le halaba la cuerda, que más despacio, que está cansada, que ya va, que se está orinando, que le duele la bota, etcétera.

Fue duro contener las molestias, sobre todo cuando trataba de seguir las indicaciones de Marco.

¡Voltea el piolet! ¡Abre las piernas al caminar! ¡Pon los pies con firmeza! ¡No te duermas! ¡No te salgas del sendero seguro! ¡Te estás saliendo!

Apenas una hora antes de llegar, nuestra temeraria aventurera sentía que de verdad no lo lograría. Estaba tan cansada que no creía poder aguantar un segundo más incluso con el acérrimo optimismo del enérgico guía.

¡Así es Laskmit! Vas bien, sigue así. ¡Con alegría!

En un ínfimo instante que debatía rendirse o continuar, rogando porque alguien callara a Marco para caer cual plomo en el lugar y dormir en paz, la llegada arribó sin tanto sufrimiento. Claro, después de diez horas de caminata.

“Cuando vino la luz del día, no sabía hacia dónde mirar. Todo era tan bello. Veía las dos cordadas de nuestro grupo allá arriba, montados en la fila, lejísimos, como unos palitos que se movían”.

Terminaron encontrándose todos al cabo de tres horas más, saboreando por unos minutitos la grandeza de su hazaña conjunta mientras se tiraban en la nieve al límite de sus fuerzas.

Qué delicia acostarse en la nieve sobre la parte más alta de la montaña— dijo Laskmit mientras pensaba en lo que veía, lo que le esperaría de regreso y lo que querría hacer una vez llegara a Ushuaia.

Durante el deceso, tampoco tiene la memoria afilada, pero definitivamente recuerda la llegada al refugio ocho horas después de partir. La recibieron varios peruanos con manzanilla caliente, que, aunque le parecía asquerosa en condiciones normales, se tragó de un buche sin chistar.

“¡Fue la gloria! Comimos, bebimos y dormimos como reyes. Tanto que a la mañana siguiente ya estaba lista para cualquier cosa. ¡Como nueva!”.

De vuelta en tierra habitable, ya en Argentina, empezó a empacar para completar con la cereza del pastel en la Antártida. Sin embargo, ahora había algo diferente en sus expectativas, un punto de quiebre.

Ya no bastaba con conocer el lugar con sus propios ojos, ya habían sido testigos de muchas grandezas, y era el momento de dejar que alguien más las viese a través de ella. Este deseo de inmortalizar el recuerdo pudo con toda su ambición. Contaba con un mes antes de emprender el viaje, tiempo que empleó en perfeccionar su aprendizaje para grabar tomas de la naturaleza conscientemente, usando las emociones que sentía en el momento y transmitiéndolas con gran precisión.

A escasos días del despegue, el grupo argentino que coordinaba las visitas le comentó que era imposible para ella hacer el recorrido que deseaba, había un límite de edad, y ella lo superaba con creces.

Esta noticia puso un freno en los afanes emotivos de Laskmit. Recordaba el calvario que pasó en Perú. Las lágrimas de angustia y cansancio, pero también de sobrecogida porque sentía que tenía adentro más de lo que le cabía. “Esas son las lloradas más divinas que uno se puede dar”.

Primero se indignó al pensar que la estaban limitando, pero, poco después, la motivó pensar que nadie de su edad mostraba interés en la aventura, en sentir el ambiente en su propia piel. Por otro lado, supo percibir que había un acuerdo tácito de excluir personas con más edad, como si llevar más tiempo llenando los pulmones de aire fresco fuese, naturalmente, una forma de ir apagando la luz de la vitalidad en las actividades más amadas de una persona.

Tuvo que discutir por bastante tiempo y demostrar la cantidad de experiencia que tenía en el asunto para convertir su caso de prohibición en una excepción milagrosa. “Esto es una experiencia de vida que te demuestra que para conseguir las cosas solo tienes que atreverte a intentarlo y te hace sentir que puedes con todo”.

De ahí en adelante, se dedicó a hilar una historia desde su punto de vista en la estadía, abriendo su perspectiva al mundo. Acabó documentando, para vista de todos, “uno de los rincones más mágicos, enigmáticos y excepcionales del planeta”, en sus palabras.

El producto final la dejó sin palabras, con mucha intriga y nuevas opiniones. Pensó que lo más importante sería el mensaje transmitido, pero el cambio que generó en la forma en que la trataban los demás compañeros de ruta fue más impactante que alguna de las cosas que vio en el paraíso de hielo. La mayoría de sus colegas tenía en promedio veinte o treinta años menos que ella, y empezaron a solicitar sus consejos, a admirar su sabiduría en el campo y a tomarse fotos para motivar a sus propios familiares a animarse a recorrer los caminos que el alma disfruta independientemente de la edad.

Irónicamente, por primera vez en su vida, el cénit de la escalada se alcanzó al volver a casa y compartir sus memorias, recuerdos y experiencias en el Festival Ascenso. Se hizo evidente el valor de su sabiduría con cada paso grabado y cada montaña conquistada. Ahí fue completamente visible que la edad es sólo un número que no excusa ni disminuye en ninguna circunstancia el poder y la intensidad de los deseos del alma. Laskmit estaba muy satisfecha con ser fiel a sí misma, pero no se dio cuenta que la autenticidad de su pasión era tan clara y bella para el resto que le valió el primer puesto en la competición.

Yo te dije que sí se podía. ¿Viste? Necesitabas no saber cómo era la montañota que ibas a escalar para creerte que podías con la Antártida— le dijo su fiel compañero, Marco, que la acompañó a presentar su pequeño pedacito de arte en el concurso.

Ahora, los recuerdos son un lindo tesoro que vive en su mente, pero también en videos, historias y artículos que susurran su nombre en cada crujido de las hojas secas en los senderos montañosos del mundo.

Actualmente, a los casi 66 años, siente la necesidad de conocer más, respirar cada cambio y comerse el mundo con la misma emoción que tenía a los 23 años. “Todavía tengo esa sonrisa en la cara, de bobalicona, la misma que le queda a uno cuando ha tenido buen sexo con la persona que quiere. Creo que esto de hacer alta montaña vale la pena. Voy a seguir haciéndolo. Claro, no pienso excluir al buen sexo de mi vida”.

En definitiva, Laskmit es un espíritu aventurero en todo su esplendor. Es un ser que actúa con la mayor de las osadías sin pedir disculpas en el proceso por cansarse, ensuciarse o pausar la ruta. Al fin y al cabo, no sabe dónde acabará, pero tener claro dónde comenzó es un punto de partida para saber cuándo alcanzará la cima en su viaje personal de ida sin vuelta. No sabe si será este año, el próximo, en los siguientes cinco o las décadas por venir; pero tiene más claro que el agua su ímpetu por seguir el camino en rapel, avión o sobre sus propios pies, con una gran sonrisa llena de plenitud en su rostro.

Por: Andrea Valentina Juvinao Molina

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la Facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.