Pasadas las cinco de la tarde, Jaime Humberto apareció por el umbral del lugar en el que habíamos acordado reunirnos. Vestía una sudadera Adidas negra, una chaqueta –también Adidas– blanca y unos tenis deportivos negros. Además, llevaba el celular, la billetera y las llaves del carro en la mano derecha. Se veía nervioso cuando se sentó en frente de mí; sus ojos no miraban a los míos y a cada rato enroscaba y desenroscaba la tapa de la botella de agua con gas que había ordenado. Sin embargo, logró disimular su nerviosismo cuando empezó a relatar el peor capítulo de su vida.   

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La noche del 24 de abril del 2002, Jaime Humberto se dirigía a la casa de sus padres, donde vivía en aquel entonces, montado en su bicicleta después de asistir a un encuentro con sus amigos. Los amigos se reunían los miércoles, o en ocasiones los jueves, de cada semana para hablar de la programación del siguiente partido de fútbol que tendrían –partidos de tres tiempos que realizaban los sábados por la noche–. Como de costumbre, me comenta Germán Martínez, amigo de la familia desde hace más de treinta años, la conversación no solo giró en torno al próximo partido de fútbol.  

Entre actitudes jocosas, confianza construida por años de conocerse unos con otros y tintico bien caliente para contrarrestar el frío de Tabio, la tertulia saltaba entre temas triviales del día a día y discusiones acerca de lo que fue el partido de la semana anterior. Pero, a pesar de la amena comodidad que presentaba lo conocido, Jaime no olvidaba que la mañana siguiente debía levantarse temprano para ir a trabajar. Entonces, a eso de las 8:30 de la noche, tomó la bicicleta con la que se movilizaba por todo el pueblo, se despidió de sus amigos y se dirigió a su casa.  

  

A pesar de la quietud y el silencio palpable en las calles adoquinadas del pueblo, Jaime enfrentaba su camino con la misma actitud con la que lo conocían sus amigos: tranquilo. Faltando poco más de dos cuadras para que el joven ingeniero electricista llegara a la puerta de su casa, finas gotas de lluvia, que se confundían con la oscuridad de la calle, empezaron a golpear su rostro. De repente, las gotas de lluvia se distinguieron de la oscuridad con la ayuda de las farolas de un carro que iba detrás de él. La luz logró que Jaime no se percatara del momento en el que el Renault 19 blanco se acercó para chocar la rueda trasera de su bicicleta. En cuestión de segundos, tres hombres lo rodearon y, entre gritos que le decían “¡No se mueva!”, lo subieron al carro para llevárselo al Tolima, a 204 kilómetros del suroeste de la capital.  

En su primer día “retenido”, como los secuestradores se referían a la situación, Jaime recordó la noticia del secuestro de Ingrid Betancourt, candidata presidencial del momento. “Me acuerdo tanto”, comentó con la mirada fija en la mesa, “que a ella la habían secuestrado 45 días antes que a mí”. Ingrid fue “retenida” el 23 de febrero del 2002 por la hoy extinta guerrilla de las FARC. Esta guerrilla también secuestró a doce diputados del Valle del Cauca el 11 de abril del 2002, trece días antes de que Jaime fuera plagiado.  

La familia Chisco –una familia conformada por don Justo Chisco, doña Rosalba Espinosa y sus nueve hijos– se enteró de la situación porque Jesús, el primogénito, pasó por la calle en la que Jaime desapareció y reconoció la bicicleta tirada en el andén. Una señora, no identificada, que había visto la escena desde la ventana de su casa le contó a Jesús que habían metido a un muchacho en el asiento trasero de un carro. Él no necesitó más para correr hacia la casa de su hermano menor y contarle la situación. 

Dramatización del momento en el que Jaime es secuestrado; el carro blanco chocó la llanta trasera de la bicicleta, Jaime salió a correr, pero fue atrapado y metido en el carro.

Olga Landazábal, cuñada de Jaime, recuerda que eran entre las diez y once de la noche cuando ella y su esposo Mario escucharon a Jesús gritando: “¡Se llevaron a Jaime! ¡Se llevaron a Jaime!”. Los gritos de Jesús despertaron la angustia, la confusión y la impotencia que envolvería a la familia por el siguiente año y medio. Los Chisco acudieron al GAULA –el Grupo de Acción Unificada por la Libertad Personal–, quienes iniciaron la investigación del paradero de Jaime. Sin embargo, la información que pudieron facilitarle a la familia fue escasa. 

El GAULA concluyó que Jaime había sido trasladado al Tolima, pero no se supo con certeza el lugar dentro del departamento, y que estaba siendo retenido por el frente 25 de las FARC. A pesar de que no fue posible acordar un encuentro con un representante de la entidad, confirmaron vía correo electrónico “que una vez verificado la base de datos histórica que posee este grupo estadístico se evidenció que el ciudadano JAIME HUMBERTO CHISCO ESPINOSA fue víctima de secuestro extorsivo para el año 2002 y se encuentra en situación de liberado el día 19/09/2003 en el municipio del Espinal Tolima, caso atendido por el GAULA militar del Departamento de Cundinamarca […]”.

Ese primer día, el comandante de la organización, el cual Jaime no tuvo posibilidad de reconocer, habló con él para darle la clave de su supervivencia. “Me acuerdo tanto de esas palabras: completa subordinación, como si estuviera uno en el ejército”, recalca él con leve irritación. Incluso cuando lo encadenaron, Jaime acató la orden del comandante; nunca se rebeló contra sus guardias; nunca intentó escapar de su sombría habitación; nunca le dio una razón a sus secuestradores para que le hicieran daño.   

Mario Chisco, octavo hermano mayor de Jaime, fue la persona a la que los secuestradores acudieron para iniciar el proceso de negociación. En los primeros días, Mario recibió unas instrucciones en las que se le solicitaba asignar a un negociador –preferiblemente, alguien que no fuera de la familia– y estar pendiente de un clasificado en el periódico colombiano El Tiempo con el número de teléfono al que debía contactarse. Mario le pidió a su amigo Germán Martínez que fuera el negociante y, con su ayuda, se acordó un precio, el cual la familia Chisco decidió no revelar.  

La entrega de punto 51, el nombre con el que se referían a Jaime en las negociaciones, se acordó para el 31 de octubre del 2002. Sin embargo, Jaime no fue liberado ese día. “Nos hicieron conejo”, expresó Germán, “porque no nos entregaron a Jaime y sí tocó entregar el compromiso [económico] que hizo la familia con ellos”.  

Mientras que Germán utilizaba un tono autoritario para reclamarle a los secuestradores el incumplimiento del negocio a través del radioteléfono, don Justo, de 75 años en aquel momento, rogaba por la vida de su hijo. “Devuélvanme a mi muchacho”, exigía don Justo con un nudo en la garganta. 

Las negociaciones entre la familia Chisco y los secuestradores para la liberación de Jaime quedaron grabadas en casetes. Aquí la grabación de la negociación que se dio en Julio del 2003, dos meses antes de la liberación de Jaime.

Siete meses después de ser secuestrado, el 21 de noviembre, los rebeldes le llevaron a Jaime un ponqué Ramo, un producto de panadería típico en Colombia, con una vela pequeña para celebrar su cumpleaños. Después de que él apagara la vela, un guardia con acento costeño le llevó una hamburguesa. Adicional al gesto, el guardia costeño prometió llevarle una botella de vino el día en que lo fueran a liberar. Para esta fecha, Jaime empezaba a perder la esperanza de volver al mundo exterior, por lo que no reparó mucho en la promesa del guardia. 

En su habitación de tres por tres con piso de cemento, sin ventanas por las que entrara la luz, un catre que más bien parecía un ladrillo, un viejo inodoro de porcelana y un tubo del que salía agua para simular una ducha, Jaime lloraba desconsolado todas las noches. Con cada día que pasaba sin recibir noticias de sus allegados y con la constante afirmación por parte de los secuestradores de que su familia se había olvidado de él, Jaime desistía de la idea de que llegaría a ser liberado.  

Jaime supo que había llegado diciembre porque podía escuchar la celebración de los secuestradores afuera de su habitación. Él se encontraba acurrucado en el catre, rezando el rosario que se sabía de memoria, cuando el guardia de turno le ordenó levantarse y girarse hacia la pared. Era la orden de cuando un comandante iba a entrar a la habitación y, como ya era costumbre, Jaime la cumplió. El olor a alcohol entró con el comandante, indicando que estaba pasado de copas. “Yo de usted he recibido muy buenos comentarios”, dijo él, con la pronunciación atrofiada, propia de un borracho. “Ya era para que hubieran [los jefes milicianos] dado la orden de ejecutarlo. Usted se ha portado tan bien que, si a mí me dicen que lo ejecute, yo lo suelto”. Jaime estaba tan sumido en su desconsuelo que no asimiló la magnitud de estas palabras. Solo se quedó como una estatua hasta que el comandante se retiró y volvió a acurrucarse en el catre.  

Más o menos por la misma época en la que Juan Pablo Montoya, un deportista colombiano de F1, ganó la medalla de oro en el Gran Premio de Mónaco, Mario y Germán se reunieron con los secuestradores en la Represa de Prado, Tolima, a 231 kilómetros del suroeste de la capital. A mediados de septiembre, dos meses después de esa reunión, se acordó un segundo precio –el cual la familia decidió no mencionar– y el guardia costeño llegó con una botella de vino espumoso a la habitación de Jaime.  

Mario y Germán se encontraban en Girardot, municipio de Cundinamarca ubicado a 142 kilómetros al suroeste de Bogotá, esperando a que los secuestradores les avisaran dónde tenían que encontrarse con Jaime. Los eventos de la noche previa a que Mario recibiera esta llamada fueron difíciles de procesar para su hermano. Estaba tan acostumbrado a la idea de que nunca más vería la luz del sol, de que jamás volvería a escuchar la voz de sus hermanas, a jugar fútbol con sus hermanos, echar chistes con su padre o abrazar a su madre, que cuando los secuestradores le ordenaron ducharse y vestirse, con una ropa que le traían, Jaime parecía muerto en vida. Ya era costumbre para él hacer lo que le decían sin pensar mucho en el porqué.  

A la media noche, los secuestradores obligaron a Jaime a caminar hasta un carro, el cuál él no veía porque estaba vendado. No fue sino hasta que estaba acostado en el piso del asiento trasero, con una pistola en la cabeza, que empezó a asimilar la situación. Pasadas unas horas de viaje, el carro se detuvo donde el ingeniero iba a ser abandonado. Los sentidos de Jaime se agudizaron en ese momento. Escuchaba el pasto crujir bajo sus pies después de cada débil pisada que daba. Olía el aroma de aire húmedo, característico de tierra caliente. El llanto agudo de los sapos que piden lluvia, los mosquitos que le zumbaban en el oído y el sudor que empezaba a sentir que le recorría la espalda le confirmaron que estaba siendo liberado en un lugar de clima caliente. 

Jaime empezaba a reconocer la confusión del momento y el temor de que todo fuera mentira, sentimientos que se intensificaron cuando el comandante se le acercó y le dejó un objeto con textura de papel en la mano. El comandante le explicó que en ese papel estaba el número de teléfono de su hermano Mario. “Debe llegar a Melgar y llamarlo. No vaya a hablar con nadie”, le indicó con tono autoritario. Jaime recuerda ese momento, y sobre todo el instante siguiente, con una sonrisa de alivio: “Me estrechó la mano y me dijo: ‘Bienvenido a la libertad’”.   

Cuando Jaime llegó a Tabio después de un año, cuatro meses y 21 días, aproximadamente, de estar desaparecido, todo el pueblo acudió a la casa de sus padres para saludarlo y confirmar que gozaba de buena salud. “Era como mirar a un ángel”, comenta Olga con humor en su tono, “porque estaba muy blanco”. Jenny Hernández, conocida de Jaime desde la infancia, recuerda que se puso a llorar apenas lo vio. “Yo estaba embarazada en ese momento”, explica ella. “Cuando me vio no lo podía creer. Me tocaba la pansa, me miraba, llorábamos los dos y yo le decía que había rezado para que él regresara”. Angélica Pineda, amiga de Olga, recuerda que “fue un gran alivio para todos cuando Jaime regresó”.    

Todo había cambiado cuando Jaime regreso a su hogar. Su segunda hermana mayor, Miriam, había fallecido de cáncer mamario, su tía Emita falleció debido a su avanzada edad y la novia que tenía antes de ser secuestrado se había comprometido con alguien más. Olga sospecha que, por estas razones, Jaime “quedó como si le faltara tiempo. Como si se le fuera a acabar y tuviera que hacer las cosas rápido”.  

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Jaime ha tenido veinte años para reflexionar acerca de las repercusiones que aquel evento pudo dejar en su vida. “Yo tengo una vida muy normal”, afirma y, por fin, me mira a los ojos. Su esposa, Sandra Páramo, piensa igual que él: “Ahora está en una etapa de su vida en la que disfruta de ser papá, de ser esposo y de cuidar a su familia”, dice ella mientras que observa los ojos de su esposo y le sonríe tiernamente. “Somos muy felices”, concluye, y me convencen cuando Jaime le toma la mano a Sandra, le sostiene la mirada cargada de amor y le besa la mano. 

Él parece no notarlo, pero es evidente que tiene cierto afán por aprovechar cada segundo. En ningún momento abandonó su ademán de tranquilidad, pero no pasé por alto la rapidez con la que recogió sus pertenencias y tampoco el suspiro profundo, y tal vez de alivio, que soltó cuando abandonó el lugar de nuestro encuentro. 

Por: Sara Carrascal Hernández.

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.