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Este artículo fue curado por Santiago Buenaventura   Dic 11, 2025 - 3:55 pm
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En Mingueo, La Guajira, la justicia es a otro precio. El joven que la comunidad identificó como el presunto responsable de la muerte de Shelsy Navarro Ojeda, la niña de tres años hallada dentro de un saco de café, no llegó vivo a una estación de Policía ni a un juzgado. Su final se decidió en las calles, en motos, en una casa de tabla, en un árbol y, finalmente, en un monte. Para Mingueo, ese fue el precio de la rabia.

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El hombre, capturado por los mismos habitantes, fue golpeado apenas lo encontraron. Nadie pidió confirmación de las autoridades ni prueba alguna. Para el pueblo, había una sola razón para incriminarlo: vivía en la casa donde apareció el cuerpo de la niña. Ese dato bastó para condenarlo sin derecho a defensa.

La comunidad, enfurecida, solo paró los golpes para obligarlo a hablar. En medio del llanto, el joven negó ser el responsable. Dijo que había sido “un amigo”, pero no dio nombre, ni razones, ni contexto. Nadie le creyó. Nadie quiso escucharlo más.

Cuando la Policía quiso intervenir y solicitar su entrega, fue rechazada con firmeza. “Aquí no lo van a soltar”, repetían los habitantes que ya habían tomado una decisión. Un grupo de hombres en moto se lo llevó hacia la parte alta del corregimiento. Su destino nunca sería una celda: lo esperaba una sentencia mortal.

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En lo alto, lo encerraron en una casa de tabla, lo amarraron y lo grabaron llorando. Esperaban una confesión que nunca llegó. Ante su silencio, los captores resolvieron terminar con su vida. La ejecución fue brutal: le cortaron la cabeza y la colgaron de un árbol.

El cuerpo fue abandonado en un monte cercano. Junto a él, un cartel escrito de manera rudimentaria dejaba clara la razón del castigo: la comunidad lo señalaba directamente como el responsable de la muerte de la niña Shelsy. Para Mingueo, aquel papel era la explicación y la advertencia: “Aquí se paga con la vida”.

Las imágenes del árbol, del cuerpo y del mensaje circularon por celulares como un trofeo de justicia humana. Una sentencia ejecutada sin investigación, sin juez, sin abogado. Solo con la convicción, el dolor y la furia de un pueblo que se sintió traicionado por una muerte que estremeció a todos.

Quizás nunca se sabrá si el joven actuó solo, si dijo la verdad cuando señaló a un supuesto amigo, o si siquiera tuvo relación con el crimen. Pero sí se sabe algo: la comunidad ya advirtió que, si existen más implicados, correrán la misma suerte.

La familia del joven permanece en shock absoluto. No hablan, no se acercan, no se exponen. El miedo y la estigmatización rodean ahora su hogar. La Policía, por su lado, no ha emitido un pronunciamiento contundente sobre un caso que dejó en evidencia que en este territorio la ley muchas veces llega tarde, si es que llega.

Mingueo sigue estremecido. En menos de 24 horas, dos vidas se apagaron en medio de un mismo espiral de dolor: la de Shelsy, una niña de tres años, y la del joven linchado por la comunidad. Dos tragedias que muestran un territorio donde la justicia oficial no tiene espacio y donde algunos prefieren dictar sentencia al filo del machete.

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