Por: Más allá del silencio

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Este artículo fue curado por Gustavo Arbelaez   Nov 5, 2025 - 8:35 am
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El 3 de mayo de 2025, Jamundí, un tranquilo municipio del Valle del Cauca, se convirtió en el epicentro de una tragedia que estremeció a Colombia. Aquella noche, hombres encapuchados irrumpieron en la casa de Angie Bonilla y se llevaron por la fuerza a su hijo de 11 años, Lyan José Hortúa. El secuestro quedó registrado en una cámara de seguridad y el video, viralizado en cuestión de horas, despertó una ola de indignación nacional e internacional.

Durante 18 días, Angie vivió una pesadilla sin fin. “Cada amanecer era una tortura. No sabía si mi hijo estaba comiendo, si tenía frío o si aún respiraba”, cuenta, con la voz entrecortada, en una conversación exclusiva. La imagen de Lyan, un niño sonriente de mirada dulce, se convirtió en símbolo de un país cansado de la violencia y la indiferencia.

(Vea también: Quién es el ‘amo de Jamundí’, señalado del atentado en Cali y detrás del secuestro del niño Lyan)

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El caso escaló rápidamente a los titulares del mundo. La ONU, junto a organizaciones de derechos humanos, exigió su liberación inmediata. Mientras tanto, en Colombia, miles de personas salieron a las calles con velas y pancartas exigiendo justicia. “Yo sentía que no estaba sola. Cada persona que oraba o marchaba me daba fuerza para seguir”, recuerda Angie.

Fueron 18 días de incertidumbre, silencio y miedo. La madre recibió llamadas falsas, rumores y mensajes anónimos que solo aumentaban su angustia. Pero el 21 de mayo, cuando todo parecía perdido, la noticia que tanto esperaba llegó: Lyan había sido liberado.

El reencuentro fue desgarrador. “Lo abracé tan fuerte que sentí que el mundo se detenía. Estaba flaco, callado, pero vivo. Y eso era suficiente”, dice Angie. Desde entonces, madre e hijo intentan reconstruir su vida, marcada por un trauma que aún no termina de sanar.

Angie ha decidido hablar por primera vez para contar su verdad y acabar con las especulaciones que rodearon su historia. “No quiero que nadie use nuestro dolor. Solo quiero que se sepa lo que vivimos y que ningún niño más tenga que pasar por esto”, afirma con firmeza.

 

Hoy, Lyan recibe atención psicológica y su madre lidera campañas para la protección infantil en su municipio. La herida sigue abierta, pero el amor y la resiliencia han sido su refugio. “De la oscuridad aprendí que una madre no se rinde. Nunca.”

La historia de Lyan y Angie es, más que una tragedia, un testimonio de resistencia y esperanza en un país que aún busca aprender a proteger a sus niños.

 

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