Sus alacenas lucen vacías y las cuentas se amontonan. Sobrevivir es una odisea para las ellas en una Colombia confinada por el coronavirus. Antes de la emergencia, el dinero las conducía a calles o burdeles. Ahora, con casi la mitad de la humanidad confinada y los prostíbulos cerrados, apelan a la caridad o a lo poco ahorrado.

Pero ni lo uno ni lo otro bastan. La necesidad apremia y en muchos casos desafían la prohibición de salir de casa pese a las multas y amenazas de prisión. Esto sin mencionar la posibilidad de contagiarse con un virus que deja 131 muertos y 3.000 contaminados en el país.

“Estaba en cuarentena pero me tocó ir a hacer un domicilio”, cuenta a la AFP Ana María, de 46 años, que vive en Facatativá y que afirma haber cumplido a rajatabla la cuarentena hasta el 3 de abril, cuando tuvo que arriesgarse a salir. Tomó un taxi que la llevó a donde un cliente a sabiendas de que el gas propano con el que cocina estaba a punto de acabarse y en su despensa ya no había frutas ni verduras.

Capturados en fiesta sexual de Villavicencio

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Le urgían los casi 40.000 pesos que cobra por servicio: “¿Qué hago? Morirme de hambre no puedo”, dice. “Me vi apurada (…) Las ayudas del Estado no han llegado”, agrega. A veces golpean en la puerta de su hogar, y ella sabe que es una señal de socorro de alguna compañera con hijos hambrientos. Sin embargo, la generosidad terminó. “No tengo” qué dar, explica.

En Medellín, Estefanía se la rebusca en la intemperie para enviarles dinero a sus tres hijas, comer y pagar el estrecho cuarto del inquilinato donde vive, en plena zona de tolerancia. “Hoy me toca salir para pagar lo de la pieza. Debo dos días (…) no sé cómo pero tengo que pagar”, asegura.

Antes de que aterrizara el nuevo coronavirus, Estefanía, de 29 años, trabajaba al anochecer. Por lo general prestaba tres servicios y regresaba a casa, pero los clientes no han vuelto al parque donde suele abordarlos, en el centro de Medellín. Ahora sale a la calle desde el mediodía, tras reponerse de los amagues de regreso de la depresión que la aqueja desde la adolescencia. Intentó, sin éxito, vender confites y comercializó droga hasta que la policía por poco la atrapa.

Prostitución

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Cuando contaba las horas para el fin de la cuarentena, el gobierno la prorrogó dos semanas más. “Hay que pagar pieza, comida, son muchos problemas los que vienen. Catorce días más, imagínese”.

“Estamos en una situación crítica”, se queja Fidelia Suárez, presidenta del Sindicato de Trabajadoras Sexuales de Colombia. “Algunas están a punto de pasar hambre o de que las saquen de donde viven porque no tienen para lo del arriendo”, pese a la prohibición oficial de desalojos durante el confinamiento.

De día, Suárez entrega alimentos a colegas en Bogotá, pero las solicitudes sobrepasan las ayudas donadas por la alcaldía y privados. “Nosotras somos las que mantenemos el hogar, y nos ganamos la vida en el día a día. La situación ya se está volviendo más desesperante”, sostiene. Critica la “indolencia de las autoridades” y reclama “soluciones concretas” para las miles que ejercen esta actividad. “Solo se acuerdan de nosotras en épocas de politiquería”, descarga.

En Bogotá hay 7.094 personas que se dedican a esta labor, según la secretaria distrital de la Mujer, Diana Rodríguez. “Estamos articulando acciones y sumando esfuerzos para que las personas que realizan actividades sexuales pagadas y que se encuentran acatando el confinamiento en sus lugares de residencia sean beneficiarias” de subsidios, agregó.

Según ella, la mayoría de estas mujeres, con las que la Secretaría tiene contacto, cumple el aislamiento, pero eso no parece indicar que estén del todo bien. Luz Amparo, de 49 años, sigue las normas; no quiere correr el riesgo de enfermarse y contagiar a sus dos hijos y cuatro nietos con los que comparte casa. Los siete subsisten de donaciones: “Yo llamo a amigos (clientes) pero ellos no salen, les da miedo”, confiesa.