La caída repentina del cabello, el acné que aparece sin razón aparente o los brotes de dermatitis no siempre tienen origen hormonal o genético. Cada vez más dermatólogos y especialistas en salud de la piel coinciden en que el estrés crónico es uno de los detonantes silenciosos más frecuentes de estos problemas.
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Y aunque parezcan síntomas menores, son una señal clara de que el organismo está funcionando bajo presión constante. Así lo mencionaron dos expertas en La Nación, donde mencionaron que el ritmo de vida acelerado, las jornadas largas y la exposición permanente a estímulos digitales mantienen al cuerpo en un estado de alerta que termina afectando directamente la piel, el pelo y hasta el sistema inmune.
La cosmetóloga médica Eugenia Posente, citada por el mismo medio, explica que el estrés sostenido altera funciones básicas de la piel, especialmente su barrera protectora. Cuando esa barrera se debilita, la piel se vuelve mucho más propensa a la irritación, la inflamación y los brotes.
Según detalla la profesional, el aumento continuo del cortisol —la hormona que regula las respuestas de estrés— provoca tres efectos principales:
- Inflamación persistente, que facilita la aparición de acné, rosácea y dermatitis.
- Disminución en la producción de colágeno y elastina, acelerando el envejecimiento visible.
- Incremento de la secreción sebácea, lo que genera desequilibrio en pieles que normalmente son estables.
En otras palabras, una persona bajo mucho estrés puede empezar a notar que su piel se enrojece con facilidad, se siente más áspera o reacciona a productos que antes toleraba sin problema. No es coincidencia: es el cortisol alterando su funcionamiento habitual.
La dermatóloga Cyntia de los Santos, también consultada por La Nación, coincidió en que el estrés no solo afecta la piel de forma superficial. Según ella, existe un “eje cerebro-piel”, un circuito biológico que conecta directamente las emociones con la salud cutánea.
Cuando una persona atraviesa periodos prolongados de tensión, ese eje se descompensa, generando mayor predisposición a eccemas, exacerbación del acné, reactivación de la rosácea y empeoramiento de enfermedades inflamatorias o autoinmunes como la psoriasis o el vitíligo.
Lo más preocupante es que el estrés prolongado también deteriora los mecanismos de reparación inmune del organismo, lo que deja la piel sin defensa ante irritaciones o lesiones.
Uno de los efectos que más preocupa a los pacientes es la caída repentina del pelo. Según De los Santos, el estrés prolongado influye directamente en dos tipos de alopecia: efluvio telógeno y alopecia areata.
El efluvio telógeno ocurre cuando muchos folículos pasan, de forma abrupta, a la fase de reposo del ciclo capilar. Esto provoca que el cabello se desprenda en gran cantidad al peinarse o ducharse.
Lo más llamativo es que este fenómeno suele aparecer dos o tres meses después de un episodio estresante agudo, como un accidente, un duelo, una cirugía o incluso un evento emocional fuerte. La buena noticia es que suele ser reversible.
La alopecia areata, por otro lado, se manifiesta en forma de parches redondos sin pelo. Si bien puede estar asociada al estrés, también intervienen factores inmunológicos y enfermedades asociadas. En muchos casos el cabello vuelve a crecer, pero el proceso depende del contexto clínico de cada paciente.
¿Y la calvicie tradicional? La especialista aclara que el estrés no causa alopecia androgenética, pero sí puede acelerar su avance porque incrementa mediadores inflamatorios que empeoran la miniaturización del folículo piloso. En resumen: no produce calvicie, pero puede adelantarla en quienes ya están predispuestos.
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