Sus últimas palabras fueron una maldición que aterró a toda Europa.

Borrachos, prostitutas, mercaderes, niños y curiosos se agolpaban aquella tarde alrededor de la Isla de los Judíos. Desde las orillas del río Sena, una multitud sedienta de sangre y morbo estaba expectante porque aquel día el reo era de suma importancia. En el París medieval una ejecución era un espectáculo que de vez en cuando los reyes y la Iglesia otorgaban a sus seguidores, para dejar claro quién era el dueño del poder y la justicia.

Hasta el cadalso, acompañado por el verdugo, subió Jaques de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple. Ya había pasado siete años en prisión. Bajo las más terribles torturas, en una fría celda, había confesado sus pecados: apostasía, ritos obscenos, idolatría y ultraje a Cristo entre otros. El rey de Francia, Felipe IV, “el hermoso”, le había perdonado la vida condenándolo a cadena perpetua, pero el caballero se retractó más tarde, de ahí su pena de muerte.

Si admitía su culpa su final sería piadoso, ya que paja húmeda a sus pies harían que muriera de asfixia y no abrasado por las llamas de la hoguera. El sacerdote que ordenaba la ceremonia le invitó a confesar sus pecados, pero Jaques de Molay se negó. Con una de sus manos encadenadas bajó su túnica, y ante el asombro de los presentes, mostró una cruz hecha con heridas y pintada con su sangre sobre el pecho. Sobre su carne a costa de su dolor, dibujó el signo de Cristo, para que le acompañase en sus últimos momentos. Antes de ser ejecutado se dirigió a la plebe y les dijo que era inocente. Que por el crimen que estaban a punto de cometer Dios haría justicia, y que en un año estarían muertos los dos artífices de aquella barbarie, ni más ni menos que Felipe IV, rey de Francia, y el papa Clemente V, quién desde Roma orquestó el plan que acabó con el Temple.

El sacerdote horrorizado por lo que estaba escuchando dio orden al verdugo de proceder. Este quitó la paja húmeda de los pies del reo y agarró la antorcha. Antes de que se prendiera la hoguera Jaques de Molay pidió una gracia, que lo girasen para que lo último que vieran sus ojos fuera la catedral de Notredame mandada a construir por sus hermanos templarios. El sacerdote accedió. Las llamas devoraron su carne, terminando con crueldad e injusticia con la cabeza visible de la orden de caballería más importante de la Edad Media.

Al mes siguiente el Papa Clemente V falleció, y antes de finalizar el año lo haría Felipe IV.

Los rumores de la maldición de los templarios recorrieron Europa, y los reyes más la Iglesia se esforzaron en borrar todo lo que quedó de la orden, destrozando o remodelando sus templos, para que su mensaje en piedra fuera también olvidado. Pero no pudieron conseguirlo, algunos caballeros lograron escapar y llegaron hasta Escocia, donde el rey Robert I de Bruce, que estaba excomulgado, les dio asilo. Allí construyeron su último mensaje para la humanidad, la Capilla de Rosslyn.

Inmortalizada en películas y novelas como el Código da Vinci, en esta iglesia podemos ver la verdadera alma de los templarios. Un camino de conocimiento que fue vedado por ser considerado hereje. Un mensaje que nos decía que Dios era luz más que oscuridad y castigo. Un Dios que estaba presente en todas las culturas, por eso en la capilla se representan mitos nórdicos. Unos pensamientos muy adelantados para la época y que le costaron la vida a miles de personas. Un pensamiento que por otra parte se ha hecho inmortal y ha sobrevivido hasta nuestros días en infinidad de corrientes de pensamiento.  Y es que el mensaje de Dios para muchos no es patrimonio de nadie, sino que pertenece a todos los seres humanos que pueden interpretarlo con libertad, sin que nadie tenga derecho a poner fronteras al respecto.

Columnas anteriores

Los que justifican la violencia por una “causa justa”

Herbicidas asesinos para la guerra

Petre Toma, el último vampiro

El perro que acompañaba a los muertos

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.