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Escrito por:  Fredy Moreno
Editor jefe     Sep 9, 2025 - 6:38 am

Este lunes se produjo la liberación de los 45 militares que estaban secuestrados desde el domingo en la vereda Los Tigres, corregimiento de San Juan de Micay, en el municipio de El Tambo (Cauca), producto de la asonada contra la fuerza pública número 32 en lo que va de este año en el país (en el Cauca van cuatro) y la 342 en lo corrido del Gobierno de Gustavo Petro, en zonas cuyo común denominador es el cultivo de coca o la minería ilegal. Esos desórdenes contra las autoridades no son una estrategia nueva, pero en los últimos tres años sí han llegado a niveles que ponen seriamente en entredicho la integridad del Estado colombiano.

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El próximo año se van a cumplir 30 años de las marchas cocaleras que sacudieron los departamentos de Caquetá, Meta, Guaviare y Putumayo, originadas por la crisis económica y la aspersión aérea, lo que les impedía a los campesinos cultivadores garantizar su subsistencia. Para ese año, el Ejército tenía la capacidad de contener a los manifestantes. Pero hoy las cosas han cambiado y son las comunidades, instrumentalizadas por los grupos armados ilegales, las que secuestran a los uniformados desafiando una de las principales funciones del Estado, la del control territorial a través de sus fuerzas armadas.

A la sombra de las asonadas crecen grupos ilegales

Hay, sin embargo, un denominador común entre los hechos de 1996 y los de la actualidad. Los investigadores Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe establecieron en su artículo académico ‘Las marchas de los cocaleros del departamento de Caquetá, Colombia: contradicciones políticas y obstáculos a la emancipación social’ que esas movilizaciones coincidieron con la expansión y crecimiento de las entonces Farc en el país, especialmente en el Caquetá. En la actualidad, las asonadas de comunidades contra las autoridades coinciden con la expansión y fortalecimiento de las disidencias de las Farc y otros grupos armados organizados.

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Si en la década de los 90 las protestas de los cocaleros eran esporádicas, hoy las revueltas contra las autoridades se están convirtiendo peligrosamente en paisaje, y el país ve frustrado cómo los militares, armados hasta los dientes, no pueden hacer nada contra campesinos inermes que los amenazan solo con palos. Los uniformados, profesionales, acatan los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario (DIH). Si uno solo de ellos flaquea, por la moral erosionada como está, y activa su arma contra los civiles, les dará a los ilegales una de sus mayores victorias.

Pero el problema no se reduce a eso. Lo que se empieza a poner en juego es el Estado mismo, pues situar en su primera línea a las comunidades para expulsar a los militares es la forma fácil como los grupos ilegales están sacando al Estado de las áreas que vienen dominando mediante lo que los especialistas denominan repoblamiento estratégico, es decir, el traslado de su gente desde otras zonas también bajo su control. Así vienen consiguiendo, al amparo de la política de “paz total” del presidente Gustavo Petro, un efectivo control territorial, quitándole al Estado colombiano su fundamento.

La mayoría de clásicos que teorizaron sobre el concepto de Estado lo entienden como algo necesario para garantizar la paz y el orden social, ya que en ausencia de un poder central las personas estarían en constante conflicto (Thomas Hobbes); como una entidad limitada cuya función principal es la protección de los derechos individuales (John Locke); o como la institución que detenta el monopolio legítimo de la violencia en un territorio determinado con capacidad para ejercer el control sobre la población a través de la burocracia y la coerción legal (Max Weber). Pero pareciera que el país empezara a salirse del encuadre conceptual de esas ideas rectoras.

Aunque la definición de Estado es compleja, diversa y con múltiples dimensiones y funciones en la sociedad, el de Colombia da muestras de dirigirse al ámbito conceptual que planteó Carlos Marx, para quien el Estado es una institución que se debe abolir. Las razones que daba este pensador alemán tenían que ver con que el Estado, según él, está al servicio de la clase dominante, perpetúa la desigualdad social y protege los intereses de una minoría privilegiada. Hoy las razones de los grupos ilegales para reducir o debilitar la acción del Estado colombiano (no ya para destruirlo, porque sus fines no son políticos) están relacionadas con el control de territorios para consolidar sus economías ilegales.

Palo o disparos a las piernas contra secuestros de militares

Ante semejante amenaza y la imposibilidad de que las autoridades usen la fuerza letal contra las comunidades campesinas que las expulsan, sigue tomando fuerza una idea que permitiría enfrentar las asonadas —en las que, en promedio, participan unas 600 personas sobre pequeñas unidades militares que promedian los 50 uniformados— sin poner en riesgo la vida de las personas. Eso sí, hay dos condiciones previas y necesarias: el fortalecimiento de la inteligencia, debilitada en este Gobierno, para que los informes que acompañan cada operación de los militares les advierta si en la zona donde se van a mover hay comunidades instrumentalizadas por los grupos irregulares, y la judicialización de los implicados en las asonadas.

Se trata de reactivar un cuerpo como el desaparecido Esmad, pero integrado por militares sin armas de fuego, dotado con palos (o bastones), escudos y granadas aturdidoras. Así lo planteó el coronel del Ejército (r) Carlos Javier Soler, abogado y director de derechos humanos y DIH del Ministerio de Defensa en la administración de Juan Carlos Pinzón. “La solución hace 12 años era un palito. Consígales un palo y deles granadas aturdidoras. Cuando ya se venían encima [las comunidades], tú tirabas la granada aturdidora, unos palazos… Peleaban contra palo. Ahí no hay violación de derechos humanos. Cuando mucho, unos contusos. Y tú buscabas la salida y te ibas con tus hombres”, dijo en Caracol Radio.

“Se hacía un entrenamiento, se crearon unos Esmad del Ejército, pero hoy eso se desmontó”, agregó Soler en la misma frecuencia. “No puedes utilizar fuerza letal contra la señora o contra el niño [que envían al frente los grupos ilegales para rodear a los soldados] porque ellos no vienen con un fusil. Vienen con un palo. Por eso, la solución es el palo y el escudo. Los equipos de Esmad que fundamos en Cali hace once años eran Esmad de fuerza pública debidamente certificados por la ONU y lo que allí se hizo fue certificar que no tenían armas letales y eran Esmad que acompañaban en el Cauca a las tropas. Cuando el campesino veía que [los militares] ya venían con un palo, no se atrevían a ir a rodearlos y golpearlos”.

Pero el ministro de Defensa, general (r) Pedro Sánchez, llegó más lejos este mismo lunes, cuando fueron liberados los militares en El Tambo. Aseguró que se está analizando el cambio de protocolos tácticos, como la creación de un círculo de supervivencia vital para las tropas que, de ser vulnerado por los civiles, permitiría a los uniformados activar sus armas, pero con un blanco muy específico. “Incluso en Perú está autorizado emplear sus armas contra las extremidades inferiores. Esa es una ley de emergencia que ha probado el Perú. Aquí los militares y policías ponen el pecho”, dijo en rueda de prensa.

Los métodos que plantean el coronel Soler y el ministro de Defensa son realistas y están por fuera del plano en que pone las cosas el presidente Petro, que, por ejemplo, ante el secuestro de los 45 militares liberados este lunes, escribió en X: “Bombas y acosamiento civil contra militares, no serán respondidos matando civiles, sino liberando los pueblos de las mafias. Liberar el territorio nacional de las mafias es la orden del Presidente”. Esa orden, sin embargo, parece difícil de cumplir sin la inteligencia militar debilitada por él mismo. El control de esas comunidades tampoco se puede poner en el plano de matar. Todo depende de la voluntad política de fortalecer al Estado y sus agentes, o seguirlo debilitando.

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