
De tanto repetirlo, el presidente Gustavo Petro ha convertido en una más de sus cantinelas —otras son que le van a dar un “golpe blando” o que la oligarquía lo quiere derrocar— eso de que “la fuerza pública no debe hacer uso de su fuerza contra el pueblo”, particularmente en las marchas que el mandatario convoca cada vez que las cosas no le salen como quiere. ¿Pero las Fuerzas Armadas deben acatar a rajatabla esa orden? ¿Ese mandato presidencial es absoluto o pueden existir condiciones que lo relativizan?
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La advertencia que, de cuando en cuando, hace el jefe de Estado según la cual por mandato suyo todas las fuerzas del orden quedan prácticamente maniatadas y amordazadas, y así los ciudadanos que no participan en las manifestaciones o no están de acuerdo con él quedan también indemnes, vulnerables, pareciera una patente de corso para que quienes salen a las calles a expresarse puedan incluso sobrepasar los límites que imponen las leyes. Pero no es así. Hay circunstancias en las que la fuerza pública debe actuar sí o sí, independiente de lo que diga el presidente.
Gustavo Petro: un discurso para terminar de armar
Esa recurrente advertencia del presidente Gustavo Petro encarna, para muchos, la idea de que ya tiene en mente que las protestas que convoca pueden ser violentas; incluso, la idea de que de antemano les pone objetivos (o blancos) a sus seguidores. Entre los muchos trinos que escribió desde China cuando se enteró del hundimiento de su consulta popular en el Senado, el presidente Petro dijo cosas como “el paro nacional debe ser un ejemplo de no violencia activa. No debe golpear clases medias ni pobres, ni la fuerza pública”.
Desde el punto de vista de la pragmática lingüística, este tipo de afirmaciones (muy usadas por políticos curtidos) constituyen procesos que inducen y guían a los destinatarios, que ya no sacarán sus conclusiones de manera libre. El emisor (Petro) crea lo que se denomina una expectativa de relevancia en la que su enunciado es apenas la pista que el destinatario necesita para inferir ‘adecuadamente’ lo que el mandatario quiere comunicarle, y se sentirá mejor (más inteligente) si es capaz de completar el mensaje que recibe, si lo termina de armar.
Si el presidente Petro les dice a sus seguidores que “el paro nacional […] no debe golpear clases medias ni pobres, ni la fuerza pública”, los destinatarios entenderán (es una implicatura), en el contexto de polarización política que permanentemente estimula el jefe de Estado, que sí puede hacerlo con todos los que no estén en las categorías “clases medias”, “pobres” o “fuerza pública”, es decir, las clases altas y las personas o grupos que consideren que pertenecen a ellas.
Un discurso responsable, considerando la posición que ocupa como jefe de Estado y el innegable ascendente que tiene entre sus seguidores, debería caracterizarse por la negación absoluta y expresa de la idea de “golpear” a cualquier miembro o grupo o estrato de la sociedad. Todo el cuerpo social debería quedar a salvo, sin las excepciones que sugiere el mandatario. Eso es lo que más preocupa cuando reitera a cada momento que es el comandante de las Fuerzas Armadas, y afirma que “la fuerza pública no debe hacer uso de su fuerza contra el pueblo”.
Después les daría un curioso orden a las prioridades de la fuerza pública en el que les concede preeminencia a los edificios sobre las personas, pues, según el mandatario, la presencia de los uniformados “debe ser a la suficiente para cuidar los edificios de las instituciones y garantizar la convivencia pacífica entre la ciudadanía”. A renglón seguido sostuvo: “He dado la orden a la fuerza pública de máxima prudencia y de garantía de los derechos y las libertades de la gente, del pueblo espero el máximo respeto a nuestra juventud uniformada. La violencia solo ayuda los opresores”. Pero el mensaje discriminativo de que “el paro nacional […] no debe golpear clases medias ni pobres, ni la fuerza pública” ya había sido enviado.
Gustavo Petro es comandante de las FF. AA., no su dueño
Es cierto que, por mandato constitucional (Artículo 189), el presidente de la República es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, y, como tal, debe “dirigir la fuerza pública y disponer de ella […]”. Pero la Carta Política también le ordena “conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado”. En todo caso, hay que tener claro que, como lo ha indicado el jurista Hernando Herrera, director de la Corporación Excelencia en la Justicia, el mandatario sí “es el comandante de las Fuerzas Armadas, pero no su dueño”.
También es preciso considerar que la Constitución de Colombia (Artículo 37) establece que “toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”, y que la ley “podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho”. En este punto se hace necesario subrayar el adverbio “pacíficamente”, que condiciona de manera crítica las manifestaciones y es la puerta de entrada a ese territorio en el que la fuerza pública debe obedecer mandatos constitucionales que la obligan a actuar y no ser un simple testigo inmóvil por orden presidencial.
Si la manifestación ciudadana es pacífica, debe ser respetada y protegida, no reprimida. Precisamente, con ocasión de las protestas que tuvieron lugar a finales de 2019, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia tuteló en el año 2020 el derecho de todas las personas a manifestarse y el deber de las autoridades de “conjurar, prevenir y sancionar la intervención sistemática, violenta y arbitraria de la fuerza pública en manifestaciones y protestas”. El alto tribunal encontró que “existió una reiterada y constante agresión desproporcionada de la fuerza pública respecto de quienes, de manera pacífica, se manifestaron”.
Normas que obligan a las FF. AA. a actuar en el caos
Pero esa misma Corte —esta vez su Sala Penal— emitió una sentencia de casación en abril pasado en la que marcó un límite preciso que separa la manifestación legítima de su instrumentalización como fachada para cometer delitos. Reconoció el carácter “disruptivo” de las manifestaciones sociales y su función dentro de la democracia. Consideró que el ejercicio de la protesta social no debe ser interpretado de manera restringida, ya que su propósito es “la consecución material de los cambios de orden político”, que depende de su capacidad para captar la atención de la ciudadanía y del Estado.
Advirtió, sin embargo, que la legitimidad de la movilización se pierde cuando excede los límites constitucionales. “La racionalidad de los medios destinados a la captación de la atención y, subsecuentemente, la legitimidad misma de la movilización pública, se desfiguran cuando el ejercicio de la protesta se escinde de un propósito de cambio constitucionalmente válido, se anteponen intereses particulares, o cuando el ímpetu manifiestamente disruptivo que le es inherente a esa forma de expresión social excede desproporcionadamente los fines que persigue”, dice la sentencia.
Además, recordó que la protesta es un derecho constitucional amparado por la Constitución, siempre que sea pacífica. Si no, puede ser objeto de intervención penal si se convierte en una plataforma para la violencia o la coacción. “Son los anteriores parámetros […] los que delimitan los contornos del riesgo permitido inherente a la protesta social y que, consecuentemente, determinan en cada caso la necesidad de la intervención del derecho penal”, concluyó.




Si bien la Corte invoca el derecho penal para enfrentar, de manera ulterior, las acciones delictivas en las manifestaciones, las autoridades se rigen por normativas que les permiten el uso de la fuerza. Por ejemplo, el Decreto 1070 del 2015 (modificado por el Decreto 1231 de 2024) reglamenta el uso diferenciado y proporcional de la fuerza por la Policía. Es cierto que privilegia medios no violentos antes de usar las armas, pero al final considera el uso de la fuerza “como último recurso físico para proteger la vida e integridad física de las personas, incluida la ellos mismos, sin mandamiento previo y escrito, para prevenir, impedir o superar la amenaza o perturbación de la convivencia y la seguridad pública”.
En general, tanto la Policía como las Fuerzas Militares deben considerar siempre lo que les ordena el Artículo 2 de la Constitución: “Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”. Para muchos analistas, una orden presidencial no puede tener más poder de ejecución que el que tiene la propia Constitución.
La inquietud que surge es si alguien del “pueblo” del presidente Petro —ha quedado claro que no todos los colombianos, así sean de estratos bajos, clasifican en esa categoría—, contra el que la fuerza pública no puede hacer nada por instrucción del mandatario, pone en riesgo evidente la vida e integridad física de otras personas, o la de los mismos uniformados (como ocurrió, por ejemplo, en el paro del 2019), ¿estos están definitivamente impedidos para actuar? Una orden como la del jefe de Estado en circunstancias de riesgo vital e inminente para un ciudadano o para uno o varios miembros de la fuerza pública resulta simplemente relativa, no absoluta.
Poco después de que el presidente Petro escribiera el trino en que ordenaba a la fuerza pública “no hacer uso de su fuerza contra el pueblo”, el ministro de Defensa, Pedro Sánchez, manifestó su acatamiento a los mandatos legales y constitucionales. “La razón de ser de la Fuerza Pública es proteger a todos los colombianos y garantizarles sus derechos y libertades tal como lo establece la Constitución y la ley. La fuerza legítima del Estado siempre ha sido y será para defender al pueblo colombiano”, escribió en X, y luego evitó las peligrosas discriminaciones: “Avanzamos firmemente en cumplir la misión que nos encomendó el pueblo en la Constitución Política, la cual se resume en garantizar a toda la ciudadanía la protección de su vida y brindarle su seguridad en pro de la paz”.
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