Al teléfono se escucha la voz de Hermides tan tenue, que solo podría ser la de un tipo que ha exhalado el penúltimo suspiro. Hermides no sabe cuándo saldrá de la cárcel, ni siquiera si va a alcanzarle la vida para abrazar, aunque sea una vez, a su familia.

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Lo que sí sabe es que la muerte le rondó cerca del 24 de diciembre, cuando lo sacaron desahuciado de La Picota rumbo a una Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital San Carlos, en la que pasó 18 días “conectado a una máquina que me ponía oxígeno”, como él lo cuenta. En total estuvo 36 días hospitalizado antes de volver al penal.

Hermides es paciente crónico y terminal diagnosticado con diabetes. Su captura en 2017 ocurrió al azar, mientras cruzaba en moto rumbo a sus citas médicas y cayó en una redada de rutina contra contrabandistas de gasolina en el Catatumbo. Desde entonces el tratamiento se interrumpió y no pudo llevarlo adecuadamente en la cárcel, en donde está condenado por terrorismo, pues perteneció a una red de milicias del Eln.

La diabetes derivó en una falla renal crónica que lo mantiene conectado tres días por semana a una máquina de diálisis. Los médicos sentenciaron que le quedan pocos meses de vida. Él es uno de los ocho presos políticos del Ejército de Liberación Nacional enfermos -siete hombres y una mujer- que esta organización pidió liberar o trasladar a detención domiciliaria por su grave estado de salud, mientras avanzan los diálogos de paz con el Gobierno Nacional.

Ninguno de ellos tiene un perfil alto dentro de la organización, ni están condenados por casos mediáticos. Se trata de guerrilleros de bajo rango a punto de morir en las cárceles. Uno de ellos cumplió cuatro meses en estado de coma, según voceros del Eln.

La liberación de estos prisioneros debía ocurrir antes del comienzo del segundo ciclo de diálogos en México, que inició el lunes 13 de febrero, como parte de los alivios humanitarios pactados en Caracas entre esa guerrilla y el Gobierno, incluso fue anunciada por Otty Patiño, el jefe negociador del Gobierno, pero al cierre de esta edición ninguno había salido de la cárcel ni había sido trasladado a algún sitio de reclusión con mejores condiciones. Esto, de acuerdo con dos fuentes consultadas, ha generado molestias en la delegación negociadora del Eln.

Una persona cercana al proceso contó a este diario que el sentimiento entre los negociadores de la guerrilla es que el Eln cumplió con levantar el paro armado en Chocó en diciembre pasado, decretar un cese unilateral por Navidad y liberar a varios soldados secuestrados en Arauca, pero el Gobierno “no ha encontrado una ruta específica” para honrar su compromiso de alivios humanitarios urgentes con los ocho enfermos terminales de esa organización que siguen presos.

“La idea (en el segundo ciclo de conversaciones) es revisar el estado de cosas inconstitucional y la crisis carcelaria”, había dicho en enero a Colombia+20 el gestor de paz del Eln Juan Carlos Cuéllar.

“Tienen a los presos en condiciones infrahumanas, se debe revisar la cuestión de la alimentación, la cuestión de la salud, el problema también de lo que se ha definido como resocialización, no hay actividades de trabajo, no hay dinámicas de estudio. Se necesita realmente una reforma estructural en términos penitenciarios”, dijo Cuéllar, agregando que desde las cárceles los presos pidieron unas mesas de trabajo para ser incluidos en la discusión de la reforma a la justicia que presentará al Congreso el ministro de Justicia, Néstor Osuna.

Otros 40 prisioneros del Eln con enfermedades graves, aunque no en fase terminal, fueron postulados por esa guerrilla para que sus casos sean revisados de cara a un posible alivio humanitario en las cárceles.

Uno de ellos es Tarco, un guerrillero de 70 años que fue fundador del Frente Oriental del Eln en Arauca, que se encuentra condenado por terrorismo, tras su captura en Fortul luego de que la Fiscalía lo acusara de propiciar voladuras al oleoducto Caño Limón – Coveñas. Tarco tiene complicaciones de próstata y vesícula, está reteniendo líquidos y es diabético crónico.

“Dos veces me han sacado los compañeros envuelto en la cobija”, cuenta Tarco por teléfono con un acento que delata su origen de colono caldense: “El azúcar se me subió a una cosa tan alta que no había denominación en el aparatico ese, al día siguiente me di cuenta de que estaba en el hospital”, afirma, describiendo un coma diabético por el que tuvo que ser internado de urgencia.

Si bien el Gobierno no prometió liberar o trasladar de sus sitios de reclusión a presos como Tarco, sí “se comprometió a llevar una propuesta o una ruta a seguir” para lograr alivios a 40 prisioneros con enfermedades graves, contó una persona cercana a la mesa de diálogos.

Desde 1998, en varias sentencias, la Corte Constitucional ha señalado un “estado de cosas inconstitucional” en las cárceles colombianas, que incluye la violación sistemática al derecho a la salud. Existen múltiples pronunciamientos de la Defensoría del Pueblo y la Personería de Bogotá cuestionando al Inpec por la deficiente atención a reclusos enfermos que requieren cuidados y tratamientos especiales. Aunque consultamos al Inpec sobre el tema, al cierre de esta edición no habíamos obtenido respuesta.

En ese sentido, la guerrilla quiere ir más lejos en sus propuestas sobre la situación carcelaria durante el segundo ciclo de conversaciones, ampliando el rango de sus reivindicaciones más allá de los presos políticos hacia los que ellos llaman “prisioneros sociales”, en otras palabras, personas capturadas o condenadas por delitos comunes y no necesariamente relacionadas con el conflicto armado. Colombia+20 conoció que plantearán una revisión “general” al estado de las cárceles, que incluye buscar reformas para una rebaja generalizada de penas, o que los subrogados penales, es decir, los beneficios, sean para todos los presos por igual.

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Testimonios de una situación inhumana

Otro caso conocido por Colombia+20 fue el de Andrea, una joven abogada de Medellín que daba asesorías legales a la empresa de un hombre que terminó capturado por vínculos con el Clan del Golfo. La Fiscalía la acusa de hacer parte de esa organización y ella es tajante al negar los cargos.

Andrea sufre de lupus y pielonefritis crónica, una infección de los riñones que no ha podido tratarse correctamente desde hace diez meses en la cárcel de Jamundí, donde se encuentra detenida y perfilada en un pabellón de máxima seguridad esperando un juicio. Una docena de derechos de petición y de folios de su historia clínica dan cuenta de sus reclamos desesperados por obtener la atención especializada que necesita y a la que no puede acceder por encontrarse privada de la libertad.

Su caso es similar al de Pedro José, un comerciante de 68 años detenido en la Cárcel de Palogordo, en Santander, sentenciado hace poco a 26 años y nueve meses por un homicidio que acepta haber cometido hace dos décadas, según él en defensa propia y con un arma que portaba legalmente. Pedro tiene un cáncer que no ha podido tratar por su condición de reo. Dice que su familia “está bregando” para que le den una detención domiciliaria, “pero usted sabe que eso es difícil”.

A Andrea, por su parte, en dos oportunidades la infección en los riñones la ha puesto “al límite de la muerte”, como ella misma dice, con fiebres de más de 40 grados y riesgo de colapso: “el médico me dijo en la última hospitalización que si no me sacaban a tiempo yo no amanecía viva”.

Desde otra celda de máxima seguridad en una cárcel del centro del país, dos hombres a los que llamaremos Luis y Domingo contestan una llamada a través de una aplicación de mensajería instantánea. Algo tan obvio como que los teléfonos están prohibidos para los presos no oculta un hecho evidente: las cárceles están repletas de celulares.

“Somos dos enfermos muy graves en este patio”, explica Luis del otro lado de la línea, “a mí me diagnosticaron tuberculosis, pero se demoraron tanto para sacarme del centro penitenciario que la enfermedad se me agravó, cuando fui al hospital duré casi tres meses y me salió salmonela, una bacteria por la comida”, cuenta añadiendo una complicación adicional a su diagnóstico, que incluye la desnutrición aguda severa, como consecuencia de la tuberculosis.

Los médicos le sugirieron que consumiera un suplemento alimenticio conocido como Ensure “a ver si agarro fuerzas, pero no me los proporcionan, ni con tutela me han dejado entrarlos en encomiendas”, se lamenta.

Las quejas reiteradas de los seis prisioneros con los que conversamos coinciden que no les permiten salir a las citas especializadas, hay problemas con la afiliación a las EPS, les niegan medicamentos o tratamientos especiales que son vitales para su salud y tienen dificultades con la mala alimentación de las cárceles, que suele deteriorar más su estado.

Domingo, su compañero de celda, es un camionero de 71 años condenado a 30 por su presunta implicación en un secuestro extorsivo en el Huila, atribuido a una banda de delincuencia común. “¿Cuándo voy a pagar todo eso?”, dice calificando su condena como una cadena perpetua. “Yo llegué aquí alentado, aquí fue donde me enfermé”, dice detallando la serie de tropiezos en la atención que lo llevaron a un estado crítico.

Cálculos en los riñones y unas complicaciones en la próstata no tratadas le causaron una infección urinaria, por lo que estuvo varios meses con una sonda vesical que terminó “encarnándose”, como él dice. Después, se le complicaron siete hernias de disco que le destrozaron la columna, como puede leerse en un aparte de su historia clínica.

Luis es un ejemplo de esos presos a los que el Eln denomina “prisioneros sociales” y para quienes pedirá algún tipo de alivio o beneficio general durante las negociaciones. Fue condenado con un preacuerdo a siete años de prisión después que la Fiscalía descubriera que mantuvo negocios entre 2013 y 2019 con uno de los responsables del atentado terrorista del Eln a la Escuela de la Policía General Santander, en febrero de 2019.

Él niega su pertenencia a esa guerrilla, que ni siquiera lo reivindica como a uno de sus prisioneros políticos. “Somos como unas nueve familias que caímos en este problema y a todos nos capturaron, la mayoría somos inocentes, siempre hemos trabajado transportando quesos de Arauca a Bogotá”, asegura, “soy uno de los miles de falsos positivos que tiene la Fiscalía en la cárcel, nunca fuimos guerrilleros ni nada, nos tienen pagando cosas que no hicimos”.