Este Camino es experto en desnudar el alma. De mi mente han salido las sensaciones más sinceras y explicables que he podido tener en mi vida. Es como si el Camino fuera una cajita musical y yo su bailarina, donde me dan cuerda sin parar y a diferente velocidad se revolucionan mis pensamientos.

Gozo, disfruto, me canso, me pregunto, me critico, me atrevo y hasta me derrumbo. Todo, a la vez, sin tiempo definido, sin control de calidad. Hoy ha sido el día de la melancolía.

Mi cuerpo y mi mente lo sabían. Era domingo, para nosotros, y la nostalgia entró muy temprano en la mañana. Extrañé profundamente a mis hijos. Domingo, día de dormir con ellos en la misma cama; de prepararles el desayuno predilecto; de besos eternos donde el desorden poco importa. Donde la cobija, las crispetas y el sentirnos cuerpo a cuerpo como familia es nuestro plan. Domingo de oración.

Domingo en que Carlos Orlando se vuelva Ricardo Jeréz, para ser el arquero que le tapa los goles a Salomón, él creyéndose Falcao. Y de yo transformarme en Carmen, la señora que en mis inventos llega a casa a maquillarle las uñas a mi hija Guadalupe (solo los fines de semana y con esmalte especial para uñas de niña).

Edificio León
Edificio León / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

Me volvió trizas salir del hotel de León. Pedalear y encontrarme con ese silencio de los domingos. Donde solo las palomas visitan las plazas tan de mañana. Donde los semáforos descansan y donde las cortinas de los apartamentos aún se contemplan cerradas. Impregnados de familia. De amor.

Las calles de León me olían a chocolate. De esos que preparan las abuelas para recibir a sus nietos. “El de los siete hervores. Como el de mi mamá”, me dice mi esposo. Olían a pandebono, pero eran pan francés. Olían a dolor. Dolor de padres.

Carlos también entró en nostalgia. El descanso de ayer en León nos hizo daño. Estábamos más adoloridos ahora. Piernas más pesadas. Sentadero a punto de explotar en furia. Anhelábamos que existiera, como lo hay para las bicicletas, un taller de mecánica donde pudiéramos encontrarle un reemplazo a nuestra cola. La hubiéramos rentado, comprado y hasta haber participado en subasta. Pero necesitábamos una nueva.

Pero el camino debía continuar. Hacia frío y viento. Y no entiendo cómo el cuerpo estaba más agotado sabiendo que habíamos tenido un día en reposo. Algunas veces siento que el cuerpo también se acostumbra, como nosotros. Aunque también nos habla.

Puente de Órbigo
Puente de Órbigo / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

30 kilómetros ya. Planicie en la región de León buscando la serranía. 5 grados de temperatura y vientos que molestaban, más no que derrumbaban. Estábamos en el tránsito de las planicies a la serranía de León.

Catedral de Santa María de Regla de León
Catedral de Santa María de Regla de León / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

Cruzamos Órbigo, una población pequeña con un puente construido en el siglo XIII. Descanso de hidratación para continuar y llegar a Astorga, pueblo antiguo con su imponente Catedral SantaMaría y con una Muralla Romana combinada de arte gótico barroco y del modernismo de Gaudí.

Allí tuvimos un retraso de una hora, debido a que nos pinchamos. Las herramientas las habíamos dejado en las alforjas, que ya estaban en el hotel que teníamos reservado. Y como en España todo lo cierran después de las 2 de la tarde, y más un día festivo, pues nos tocó rezar para ver cómo resolvíamos la situación.

Despinchada
Despinchada / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

Pero el Camino nunca te deja solo. Apareció un americano en bicicleta y nos ayudó. Pudimos retomar los últimos 20 kilómetros. Nuestras piernas querían gritar. Esos descansos nos dejaban engranados los músculos.

Y nos quedaba el tramo más fuerte: 13 kilómetros de subida para llegar al hotel. Lindas praderas con ganado. Ya empezábamos a ver el cambio de la vegetación. Cuerpo que solo se contemplaba él mismo. Pero era justo. Ya llevábamos 483.6 kilómetros y el cuerpo estaba resentido. La cola, Dios mío. El sentadero. Dolor que quemaba, ardía.

Debía consultar a un experto para conocer la receta de la cola. Fabio Parra, el ciclista colombiano que fue tercero del Tour de Francia y junto con Lucho Herrera de los primeros embajadores colombianos en el ciclismo europeo, me dijo que para evitar el dolor en la cola debía aplicar la crema antipañalitis a la badana (licra del ciclista), y que si no funcionaba, debía entonces entrenar más. Quizás sea lo segundo.

Nos dijo algo más precioso que alentaría nuestras siguientes etapas. “Recuerdo que cuando inicié mi participación en Europa no conocíamos ese frío abismal ni los vientos tan fuertes. Muchas veces lloré sobre la bicicleta. No se cómo pero resistía ahí con los primeros”, expresó Fabio Parra.

Mónica Toro de Ferreira
Mónica Toro de Ferreira / Cortesía de Mónica Toro de Ferreira

Pensé que era la única a quien le daban ganas de llorar. No aguanto. Intento pararme en los pedales. No soporto las piernas. Me vuelvo a sentar. No soporto la cola. Me detengo. Nos bajamos de la bicicleta. Estiramos. Me refresco. Arrancamos de nuevo y aunque estamos más cerca, siento cada vez más lejos ese hotel que nos dará lo que tanto anhelamos hoy: el descanso.

Llegamos. 70 kilómetros. Me bajé de la bicicleta. Y ese dolor tan fuerte, se pasará rápidamente, porque tendremos que tener fuerzas para la siguiente etapa. La meta está cada vez más cerca. Así como menos días también para hinchar el corazón a punta de besos domingueros con los hijos.

Espera mañana la Etapa 8.

Encuentra más fotografías en mi Instagram @montorferreira

Columnas anteriores

Mucho gusto, ‘Mamiboss’

Camino a Santiago de Compostela en pareja

Probando la fe del entrenamiento

La Rioja, bendecida tierra

El alma del peregrino

Cuando el Camino es el que te da

El hospedaje del peregrino

Santiago es el cielo, Miguel, el infierno

La cruz que quita las cargas

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.