Hace décadas, el profesor Yu Takeuchi decidió abandonar Japón y establecerse en una lejana Colombia atraído por la oportunidad de enseñar matemáticas en la Universidad Nacional. Durante su paso por nuestro país, Takeuchi dejó libros, enseñanzas y alumnos agradecidos que aún hoy, después de 60 años, lo recuerdan como uno de los padres de las matemáticas modernas en nuestro país.

Dicen los que le conocieron que Takeuchi aceptaba el desorden innato de nuestra sociedad, porque le permitía percatarse de esa otra cara de los fenómenos que no se percibían en sociedades disciplinadas; y que admiraba la vitalidad y la capacidad de trabajo de los colombianos y la diversidad de nuestros recursos naturales. En opinión de Takeuchi, estas cualidades debían resultar en el acelerado desarrollo de Colombia.

Pero el profesor también se refería a amenazas que podrían entorpecer nuestro desarrollo. Con humor sostenía que un colombiano era más inteligente que un japonés; que dos japoneses y dos colombianos eran igual de inteligentes; pero que tres japoneses aventajaban a tres colombianos. Como consecuencia, nuestro salto al desarrollo dependería en parte de la importancia que le asignáramos al trabajo en equipo.

A pesar del tiempo transcurrido, estas reflexiones mantienen su vigencia. Nos seguimos enredando en enfrentamientos obsoletos, alimentamos exclusiones repulsivas y desprestigiamos sin piedad las instituciones públicas y privadas que nos deberían proteger. En muchos casos, con razón. Es cierto, pero en no pocos motivados por la vocación de destruir al otro sólo porque piensa diferente. O porque hay que subir el ‘rating’. O porque hay que obtener muchos ‘likes’ y ‘retuits’. O porque hay que ganar una elección… Seguimos siendo inteligentes y recursivos, salvo cuando se trata de entender que compartimos los riesgos y venturas de una nación y que el éxito de nuestro vecino mejora las opciones y la calidad de vida de todos.

Permanecemos así lejos de estructurar nuestro capital social, ese intangible que se forma a partir de la confianza en el vecino, la transparencia y los proyectos colectivos, y que resulta en el respeto a la opinión del otro, aún discrepando de ella. Ese intangible que explica por qué unas sociedades con recursos limitados florecen, mientras otras se autodestruyen en medio de la abundancia.

Tenemos pendiente, entonces, la tarea mayor de transitar hacia una sociedad colaborativa, como lo hicieron las naciones escandinavas, por ejemplo. Una tarea colectiva que se debe construir desde el barrio, desde sus organizaciones cívicas y sus juntas de padres de familia. Que proteja el respeto por las instituciones, públicas y privadas, y, como consecuencia, dignifique la participación ciudadana en la política, en partidos y movimientos, en el Congreso, en la Administración Pública.

¿Cómo dar el paso hacia la nueva cultura? Nuestra afición por las leyes escritas le asigna el protagonismo al derecho escrito, como se sintió con la promulgación de la Constitución Política del 91. Recibido con satisfacción, este documento fue producto de un consenso por la gobernabilidad y, en últimas, por la construcción del capital social necesario para lograr una sociedad feliz. Sin embargo, el texto sigue esperando paciente que completemos la última puntada. Que lo insertemos en nuestra alma ciudadana, a partir de lo local, de la formación en las familias y de la educación integral en las escuelas y universidades, de tal manera que dejemos de satisfacernos con la destrucción del otro, aun sin que exista motivo alguno.

Alguna vez le preguntaron al profesor Takeuchi cuál era el oficio que más deseaba y, sin dudarlo, señaló que el de profesor, el de maestro. Respuesta sabia que, de paso, explica los resultados de las sociedades exitosas de hoy, y que debería ser el motor real para que fortalezcamos nuestro capital social y alcancemos la felicidad esquiva.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.