El empresario de medios digitales, Reid Hoffman, señaló en The Wall Street Journal que las redes más exitosas son aquellas que consienten esos pecados capitales inconfesables pero que todos sentimos: soberbia, codicia, ira, pereza, gula, envidia y lujuria.

Para la soberbia está Facebook, el chismógrafo adolescente que arrancó como directorio de amigos que hemos conocido y en que publicamos la cotidianidad, las fotos que queremos sean vistas y sólo aquellos momentos felices y selfis escogidos para ser publicados; es la versión editada que queremos contarle a los demás de cómo vivimos para recibir a cambio, la misma ilusión elaborada de cómo son las vidas de los otros.

A la codicia y el estereotipo del éxito, le correspondería Linkedin, la red de contactos profesionales en la que prima nuestra pose más formal y políticamente correcta, a manera de una hoja de vida competitiva para ser vista por colegas y potenciales empleadores y donde por supuesto prima la prudencia, pero eso sí no hay mesura para la ostentosa exageración.

Para la ira, la red es Twitter y su regla es el lenguaje efectista, agresivo y violento.  Tuitear es ir a una noche de purga buscando que a la cólera la honre el asesinato moral y que a los ‘trolls’ los proteja la impunidad en un gran estadio de hinchas rabiosos donde la terapia para contagiarse del odio y entrar al fragor de la batalla es secretar adrenalina, absorber fuego y escupir furia.

Para quienes quieren que les muestren lo que hay que ver, Netflix es la plataforma de televisión privada que consiente el pecado de la pereza y la procastinación, esa costumbre de dejar todo para después; pueden pasarse horas ingentes y fines de semana y domingos completos y noches de insomnio al frente de una pantalla, alejados de la realidad y seducidos por el escapismo de la nueva televisión que ya nos cuenta en mil historias reales y de ficción lo que pasa en el mundo y puede llegar a convencernos de que no hay que salir a conocerlo.

Instagram es la red social de las fotos y videos de moda, gastronomía y belleza donde la imagen tiene filtro incluido y los seguidores más conspicuos no se detienen al placer de la gula, al apetito desordenado de comer y beber; a estos glotones los vence el afán siempre latente de consumir más, más y más para nunca saciarse y permanecer con el apetito de navegar y volver a comer.

La envidia, presente quizás en el voyerismo común de navegar en todas las redes sociales, encuentra en Pinterest la imagen de las vacaciones deseadas con la familia y los amigos perfectos; es la versión más sofisticada de la mirada adecuada y la sonrisa de cámara, la de una foto de concurso a publicar, la de aquella revista de farándula ahora masificada, pero con la pose de transmitir una fama fugaz pero eterna que les pertenece –inmerecida- a otros.

Y para quienes persiguen la lujuria, en Tinder la regla es buscar primero el encuentro sexual para luego si queda algún gusto no explorado, preguntar por el nombre verdadero e iniciar alguna relación, a menos que sucumbir a la promiscuidad logre ser más emocionante que consentir la monogamia.

El éxito de estas redes se explica en que despiertan ese espejo que escondemos y la moral reprime y que alcanza un espacio en la virtualidad donde en el silencio, el voyerismo o el activismo abierto, nos reconocemos.

Así somos o siempre hemos sido, unos ángeles caídos que subvierten, padecen o abrazan en la tierra placeres y pecados capitales para alcanzar o frustrar una redención quizá desconocida.

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