La polarización que se usó en las elecciones presidenciales en que el miedo al castrochavismo motivó un voto miedoso a favor del designado por el uribismo, parece agotarse en las elecciones locales.

La gente quiere soluciones reales y las posturas ideológicas no le ofrecen nada tangible a los electores. 

Mientras la elección presidencial proyecta un futuro deseable del país, las locales afectan la cotidianidad del robo al celular, el trancón de camino a la oficina, el empleo ausente o la incertidumbre del futuro y todas esas facturas de servicios públicos, pensión de colegios, matrícula de universidad y un cúmulo de deudas que no pagan el apego visceral a símbolos caducos.

Qué pena con quienes tienen por oficio defender lo indefendible como un capricho identitario de grupo propio de las hinchadas rabiosas, o de esas barras bravas a punto de encontrarse en una noche de purga y en la que han encontrado cómodo lugar de lucha de uribistas y petristas.

La rivalidad les pertenece sólo a ellos y el país está dispuesto a ignorarlos y encontrar otros caminos. Sus extremismos ya no convencen al ciudadano de a pie, que observa cómo excusan los errores y pecados de sus dirigentes para complacer inquinas personales.

Hay un país que no entiende a un adalid de la anticorrupción recibiendo un fajo de billetes, ni a un líder relacionado con terceros que ordenan quemar o destruir una información en alguna investigación que pueda involucrarlo.

Resulta difícil seguir creyéndoles y que sus campañas de odio e instigación a la violencia o al revanchismo social perduren como motor de la conducta de los colombianos, hoy desilusionados de ver cómo han convertido la política en una profesión de alta peligrosidad cercana casi a la criminalidad.

Su tiempo ya pasó aunque haya quienes insistan en servir de émulos o rémoras de su prestigio, de sus enconos y venganzas tachándose unos a otros de narcoguerrilleros o narcoparamilitares.

Este país busca un rumbo diferente y anhela nuevos símbolos que lo despierten de ese letargo en que parecen sumirlo esas ficciones ideológicas unidas por la conveniencia del insulto y la violencia, y en el que una vasta mayoría que no siempre se pronuncia y ya está cansada del agravio, quiere volver a creer.

El país merece más.

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