Y esa no parece visible porque mientras otros países ya se identifican con su mundo, nosotros seguimos en guerra con el nuestro.

El grito de independencia del 20 de julio tiene un mérito rescatable y fue aprovechar la invasión napoleónica a España para precipitar un proceso de independencia que le otorgó a las juntas de gobierno, la potestad de rechazar al invasor francés, respaldar al rey Fernando VII y de paso reclamar la autonomía local de unos criollos americanos despreciados por la monarquía.

Este deseo de autonomía condujo a un enfrentamiento militar que tuvo como escenarios definitivos de consolidación, el control territorial tras la Batalla de Boyacá el 7 de agosto de 1819 y la contención de una potencial nueva amenaza de reconquista, el 24 de julio de 1823 en la Batalla Naval del Lago de Maracaibo, con la expulsión de la marina española a cargo del almirante José Prudencio Padilla.

A los inspiradores de la independencia como Antonio Nariño o Francisco de Miranda y a líderes militares como Simón Bolivar que adelantaron la guerra, les debemos la admiración no solo de la victoria sino de haber vislumbrado un propósito histórico al que entregaron su vida.

Dos siglos después la consolidación del estado colombiano es inconclusa y su rol en el mundo ínfimo. Los países que juegan en las ligas internacionales no podrían hacerlo de concentrar sus esfuerzos en resolver conflictos internos.

Según Christoph Harnisch, delegado del CICR -Comité Internacional de la Cruz Roja- en entrevista al diario El Pais de España, manifestó que hoy existen cinco conflictos armados en Colombia con diferentes organizaciones armadas: ELN, EPL, FARC (disidencias y/o frentes no desmovilizados) el Clan del golfo y el enfrentamiento entre ELN y EPL, a los que subyacen como gasolina y motor las economías ilegales del narcotráfico y la minería ilegal.

Colombia firmó un acuerdo de dejación de armas con las FARC pero no ha resuelto tres grandes males o carencias: el control del territorio, una debilidad institucional que le impide competirle a las economías ilegales -narcotráfico y minería ilegal-; y la incapacidad de una gobernabilidad suficiente para que los grupos formales en el poder acuerden una agenda de futuro compartido, es decir tener liderazgo.

Es una guerra a tres bandas, perdida. Y nos hace un daño enorme porque se volvió un mal con lucro político infinito, que nos impide controlar el territorio y vuelve reactivos a las agendas de otros actores.

Si bien el gobierno en la instalación del Congreso el 20 de julio, ha reafirmado como sus objetivos la legalidad, la equidad y el emprendimiento, no es clara la estrategia de cómo se va a resolver la guerra de las economías ilegales que alimenta la inestabilidad territorial e impide el control efectivo del territorio. ¿Con fumigación? ¿Alejados de la corresponsabilidad en la oferta y demanda de narcóticos? ¿Persiguiendo jíbaros en los parques cuando son los mismos estudiantes los que llevan droga a los colegios?

Por el contrario, buscando legitimidad popular, el gobierno recurre al populismo punitivo tanto en materia de lucha contra las drogas como de defensa de los niños mediante la propuesta de una cadena perpetua a violadores en un país con justicia colapsada, imperfecta e impune; apenas mensajes para la galería que se angustia del presente, incapaz de verse reflejada en la construcción de un futuro ambicioso y de sumo realizable y graduada de minoría de edad en su carácter por una visión parroquial ajena al devenir del mundo.

Estas posturas le impiden al gobierno adelantarse a la historia, poner agenda y tratar de convocar un propósito nacional superior a sus prevenciones y miedos entendiendo que el mundo internacional se mueve en nuevos contextos y que al país difícilmente se lo moderniza con esos planteamientos.

En esa falta de visión, la talla de nuestros gobernantes parece inferior a la de los próceres que libraron la única guerra que hemos ganado en la historia y fue tener claro el propósito de alcanzar un gobierno propio sin sujeción al pasado al que vendría luego la aventura de disputarse entre los victoriosos la manera de darse un nuevo rumbo.

No son necesarios más diagnósticos. Conmemorar la independencia no solo implica rescatar un orgullo histórico o celebrar de manera justa y merecida el papel de las fuerzas militares. Nos corresponde replantear la manera como definimos el futuro.

Debemos vencer el sino de la guerra y dejar de contemplarla y administrarla para superarla. Necesitamos un gobierno y una clase dirigente a la altura de las circunstancias. Obviar el facilismo de la propuesta y el juicio moral para disimular la falta de gobernabilidad y quizá de liderazgo. Nos urge definir sí, nuestro papel en el mundo y el interés nacional que nos mueve a conseguirlo.

Columnas anteriores

El ocaso de los moderados

Libertad individual, politización de la infancia y orden público

Policías, skaters e intolerancia ciudadana

Diplomacia parroquial

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.