Y por eso resulta oportuno abrir la discusión sobre lo que las protestas estudiantiles pueden significar.

La juventud es un termómetro de la esperanza nacional y las protestas demuestran la crisis de liderazgo y de valores que premia las medidas de fuerza y la incertidumbre del futuro que se expresa en impotencia social.

La de quienes reclaman justicia y sienten rabia pues el origen de la protesta estudiantil en la Universidad Distrital la semana pasada en Bogotá, buscaba enfrentar a un exrector y obtener respuesta por presuntamente apropiarse de 11 mil millones de pesos que no se invirtieron en matrículas ni investigación.

Al parecer la llegada del Esmad buscaba evitar un potencial linchamiento, pero su presencia terminó en una persecución en caliente que llegó a las puertas de la Universidad Javeriana y al mismo Hospital San Ignacio.

Estos excesos de la fuerza tanto en el espacio privado académico como en un hospital con gas lacrimógeno incluido por parte del Esmad, lograron la solidaridad de las universidades Externado y de los Andes, que convocaron a una movilización que terminó en un repudiable intento de incendio al edificio del Icetex en el centro de Bogotá, donde se otorgan los créditos educativos.

Sin proponérselo pusieron en juego al financiador de la educación superior para probar que, incluso, el crédito o la gratuidad de educación ya no son demandas sociales efectivas cuando cientos de miles de ciudadanos con títulos universitarios no logran ingresos suficientes para todo lo que la modernidad les exige complacer.

A nadie se le niega un título universitario aunque sea el único vehículo legal de movilidad social todavía inasequible para muchos, mientras lo que viene emergiendo es un precariado educado sin grandes oportunidades.

Cuando se manifiesta, expresa una rabia contenida por un futuro incierto y reclama una libertad sin represión de ese estado, que hoy es incapaz de proveer condiciones reales de prosperidad tanto para emprender sin obstáculos como para obtener un empleo digno.

Como si fuera poco, sobran quienes desde el poder político instigan a la violencia armada, a la desobediencia civil o al cuestionamiento de las decisiones adversas de los jueces, en una gran andanada donde el ejemplo que rige es la corrupción, y el uso de la fuerza por mano propia ante el desespero también de que llegue a tiempo algún día y se aplique en algo la justicia.

Los violentos, como los extremos, se unen como polos magnéticos unos a otros y la sociedad civil no sabe qué comienza primero, si la pedrada de unos vándalos o unos vándalos camuflados de estudiantes que provoca al Esmad a reaccionar.

O si la sola presencia del escuadrón antidisturbios es una cita acordada por anticipado de un entrenamiento para la guerra urbana dónde probar fiereza a la que acuden de testigos ingenuos los bienintencionados.

¿Cómo distinguir a unos de otros? ¿A los delincuentes e infiltrados armados que buscan el saboteo, de los que fueron en verdad a protestar

Mientras los vándalos consiguen su objetivo desestabilizador, el policía que vino a prevenir un disturbio provocado por violentos termina sin proponérselo en victimario y perseguidor de la expresión juvenil, en inmerecido icono de la represión estudiantil.

¿Dejaría de obtener visibilidad y ser una marcha más y una protesta más y un plantón más y una causa más de no terminar una manifestación en una jornada violenta? ¿La han orquestado así quienes saben que lo noticioso es el bloqueo, la bomba incendiaria, la asonada?

¿Es su fin imponer un caos ruidoso, un silencio perturbador que logra acallar los cuestionamientos para sólo dedicarnos a juzgar?

¿Sobrevive tras los desmanes la causa que motivó la protesta? ¿Acaso se opaca y deshace a si misma? ¿El fin es criminalizar la acción de protestar? ¿Y que cualquiera la juzgue por como terminó y no por la razón por la que comenzó?

Y se imponga así la idea fallida del cambio que propone, esa ilegitimidad que conduce a la línea delgada que confunde inconformidad con criminalidad y que la consecuencia sean sus resultados, sus efectos…

La intuición más simple es que siempre ganan los violentos pero el país no puede caer en la trampa de la represión por exceso de la fuerza ni de los vándalos que condenan la expresión estudiantil a que se la perciba como una acción criminal.

Urge recomponer el papel de la fuerza pública en su labor de proteger la integridad de los ciudadanos y que la sociedad la entienda como tal. Algo anda mal para que esto no esté ocurriendo y la distancia parece expandirse sin remedio y para perjuicio de todos.

Los estudiantes ignoran que hay delincuentes que se disfrazan para parecerse a ellos. Los policías cumplen su labor de perseguir enfurecidos a éstos últimos perdiendo el control sin ponderar la fuerza y el uso de las armas que la sociedad les ha encomendado para protegerla.

Policías y estudiantes pertenecen sin saberlo al mismo bando que cree estar haciendo lo correcto. Los violentos y los vándalos logran confundirlos. La sociedad sufre porque falla y no logra desenmascararlos. La tragedia continúa porque es seguro que se vuelvan a encontrar.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.