En mi equipo jugaban mujeres con vidas diferentes, pero con algo en común: todas tenían sueños y proyectos de vida. Unas tenían carreras universitarias o posgrados, otras eran bachilleres y trabajaban, con mucho esfuerzo y dedicación, por lograr tener una educación superior. Había madres, esposas, mujeres solteras, jefes de empresas, universitarias, trabajadoras y desempleadas. Pero jamás les preguntamos sobre sus filiaciones políticas o religiosas, o por su orientación sexual.
En la cancha todas eran iguales, y aunque había la rivalidad obvia de un equipo de fútbol, siempre hubo respeto y sinceridad. Fuimos, por cerca de 5 años, una familia que se reunía los sábados a jugar fútbol, y con eso era más que suficiente.
Desde entonces tengo una afinidad especial con el fútbol femenino, e incluso he soñado con que algún día, si tengo una hija, le pida unos guayos al niño Dios. Y por eso mismo, por lo que significó en mi vida aquella época, me vi obligado a escribir esta columna rechazando la inaudita, infame y descarada manera en que se acabó la Selección Colombia Femenina de Mayores.
Es claro que coyunturas como la de Venezuela, Chocó, JEP, y hasta las empanadas hayan acaparado todos los titulares, pero resulta casi vergonzoso que un caso de discriminación y persecución tan evidente como el que ha sucedido con las jugadoras profesionales de la ex Selección Colombia Femenina, prácticamente haya pasado de agache.
Frases como “nos sentimos amenazadas, no nos dan vuelos internacionales”; “los uniformes son viejos y usados”; “la Federación ha cortado jugadoras por hablar y un empleado de ellos trató de venderme mi propia camiseta”; “no nos pagan”; demuestran el chantaje al que se vieron sometidas las jugadoras profesionales de fútbol en Colombia.
¿Y la solución cuál fue?, la fácil: el vicepresidente de la Federación y responsable del fútbol femenino, Álvaro González Alzate, acabó con la Selección de Mayores. Punto. Sin más ni más. Pero no solo eso, con la falsedad típica de quienes dirigen el fútbol profesional, ha tratado de argumentar que “sus esfuerzos se enfocarán en las selecciones sub20, sub17 y sub15”. ¡Carreta!
Melissa Ortiz, Gabriela Echeverri, Yoreli Rincón, Tatiana Ariza, y todas las profesionales que han sido intimidadas, calladas y perseguidas por sus denuncias, merecen el apoyo de todo el país, la indignación colectiva que enciende las redes sociales, y la movilización que sea necesaria para que el abuso se acabe.
Decidimos ser honestas con la realidad del futbol en nuestro país. Con una serie de videos queremos crear conciencia y conocimiento. Amamos a nuestro país y queremos que las cosas cambien para el bien de las mujeres futbolistas. ✊🏼@Isaeche11 #menosmiedomasfutbol #speakup pic.twitter.com/9U6gsLbpvu
— Melissa Ortiz (@MelissaMOrtiz) February 18, 2019
No podemos aceptar que el fútbol femenino, que en algunos países es motivo de orgullo y alegría, se vuelva un símbolo de vergüenza y discriminación. No podemos permitir que declaraciones como las del presidente del Deportes Tolima, Gabriel Camargo, quien dijo que el fútbol femenino “es un caldo de cultivo de lesbianismo tremendo”, se abran paso sin que nadie las detenga.
Es hora de que Ana Maria Tribin, Consejera para la Equidad de la Mujer, demuestre que su cargo no es solo uno más en Casa de Nariño. Es hora de que Martha Lucía Ramírez, Vicepresidenta de Colombia, salga a denunciar el tema y tome cartas en el asunto. Las cosas no se solucionan con mensajitos en Twitter, videos en Facebook, y cartas a la Federación a las que nadie les pone cuidado.
Ojalá pronto, cuando la coyuntura lo permita, este tema tome la relevancia que merece. Ojalá pronto, las activistas, líderes políticas e influencers se monten en la campaña #MenosMiedoMásFútbol y logren que esta arbitrariedad se detenga. Ojalá lo hagan, así en un principio sea solo por popularidad.
*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.