Polarización que invade la cultura nacional más que un fenómeno político ligado a caudillos o movimientos particulares es una manifestación de intolerancia que depende de cada uno de los actores del entramado social. Acciones propias de inadaptados vándalos, que salen a desahogar su ira y frustración contra los bienes públicos y los agentes del orden, denotan la descomposición generacional de una población que desdibujó el concepto de autoridad; sujetos que desde su léxico solo promulgan derechos y no reconocen deberes, esos mismos que culpan al mundo, a sus padres y a los demás de sus fracasos, pero se niegan a construir futuro sin alimentar odios y medir fuerzas.

Descontento ciudadano que se toma las calles y tuvo su clímax el 21 de noviembre de 2019 y protestas posteriores, pero que se apaciguó por el confinamiento, ahora reaviva su llama por la profunda estupidez táctica y operativa de la Policía Nacional. Bomba de tiempo que se acrecentó por la animadversión política, de derecha e izquierda, atiza el reproche y señalamiento poblacional sobre la profunda desatención estatal y la odiosa corrupción que se acrecienta con la crisis económica que ahora reporta la quiebra indiscriminada de empresas y el alto nivel de desempleo; detonante manipulado por información sesgada e intereses maquiavélicos que, disfrazados de sugestiones humanas y democráticas, buscan dividir y conducir a Colombia a una guerra civil que imponga un sistema socialista bastante maltrecho en el vecindario y el escenario mundial.

Putrefacción al interior de las instituciones de seguridad, esa que se quiere minimizar en aisladas manzanas podridas, menoscaba la escasa reputación que le queda a los encargados de velar por el orden público nacional. Policías conexos a casos de abusos de autoridad, excesos de fuerza, mancillan 129 años de historia de un estamento que requiere una profunda transformación y reinvención acorde a la coyuntura del momento. Lejos de hipocresías y estigmatizaciones, el proceder de quienes pretenden ejercer el mando está lejos del margen constitucional y el encargo de garantizar el orden y ejercicio de los derechos y libertades públicas que les corresponde. Sublevación atómica que pulveriza el precepto democrático y la confianza que debe reinar entre los ciudadanos y los grupos de seguridad.

Inoperancia e indisciplina de la fuerza policial de Colombia tiene en decadencia el respeto por estos servidores públicos, agentes que se igualan a los bandidos terroristas para devastar casas, en la zona urbana, disparar y atacar gente, sin importar rango de edad o sexo, y luego ocultar pruebas, intimidar testigos o acomodar versiones. Inimaginable entorno del que ahora aparecen vídeos y miles de denuncias que evidencian las extralimitaciones de los integrantes de la Policía Nacional, patrulla del orden democrático que requiere de la mano fuerte y decidida del comandante supremo de la institución para asumir la crítica situación. Gestión administrativa que pende de un hilo por la inexperiencia de un mandatario fugitivo de la catástrofe que tiene en sus manos, tres huevitos heredados que se le pudrieron: seguridad democrática, confianza inversionista y política social.

Convergencia de factores que se complejiza con el oscuro proceder de indeseables migrantes que desde el trabajo propagandístico están permeando una filosofía desestabilizadora que propicia motines organizados como los vistos en las últimas expresiones populares. Clamor de justicia atestado de víctimas e inclinaciones ideológicas que apuestan por dilatar la polarización y el debate sin el respeto por el otro; idiotas útiles incapaces de despolitizar el comportamiento y centrar la discusión desde lo fundamental, violencia fratricida cargada de emociones y distante de argumentos. Gallardía social que se excita con la irracionalidad policial, el oportunismo político y la incapacidad de dialogo que reina en la biosfera nacional.

Justos reclamos ciudadanos se están eclipsando en reproches desbordados que hacen aflorar incoherentes reacciones de la esfera militar y policial colombiana. Desproporcionados actos de los agentes de la Policía Nacional y su Esmad, sumado a los perfilamientos del Ejército, siembran el terror en medio del colectivo protestante que perplejo asimila que la libertad de expresión, el derecho constitucional a la manifestación pública sucumbe ante las balas, la arbitrariedad, la persecución y la represión de las escuadras estatales que diseminan un manto de duda sobre lo que ocurre con quienes no regresan a casa. Desequilibrio y caos que indilga como únicos responsables a los funcionarios públicos desconociendo la carga que corresponsabilidad que les corresponde a los infiltrados y a aquellos que ponen de carne de cañón a menores de edad.

Actuar tosco impone una hoja de ruta de reforma, cuidadosa metamorfosis de la institucionalidad policial, preocupante escollo en medio de la polarización y las lúgubres pretensiones de caciques políticos y excombatientes de los sectores armados del país. Purga a todos los niveles que interrumpa el exterminio de unos y otros, sustitución de cúpulas que renueven la visión de un estamento clave de la garantía y el orden como es la Policía. Seguridad nacional que en su mutación no puede tener conexidad con los desmovilizados que, desde las negociaciones de paz, añoran ser parte de la jerarquía policial y militar de Colombia.

Incómoda verdad que al mejor estilo del pirómano juega con fuego al lado de la pólvora, carencia de contexto acalla las responsabilidades de cada lado, ni la Policía se fermenta como se quiere hacer ver, ni la masa protestante es tan santa como se registra en el discurso ciudadano. Fanatismo ideológico solidifica una apurada política anti–institucionalista que fragmenta los acuerdos de paz y revive el conflicto en las zonas rurales de Colombia. Antes que plomo lo que necesita el colectivo social del País es un proceso de reconciliación, valor de mirar al otro a los ojos, capacidad de sentarse a dialogar y construir desde las diferencias.

El perdón y olvido depende de la verdad, el honrar a las víctimas con el reconocimiento de lo que ocurrió en la biósfera de la violencia ciudadana. Vanidades particulares solo conducen al abismo a una nación que se deshace en medio de una hecatombe sin rumbo propia de la impericia de un pésimo gestor al comando de la Nación. Hambre y violencia aunado al adoctrinamiento, que parte de las aulas de clase, incrementan el resentimiento que colinda con el terrorismo, magistral formal de atacar el imaginario colectivo y establecer una dimensión paralela que impide reconocer antecedentes, causas y consecuencias del ímpetu transformador que asedia a Colombia.

Cojonuda situación la que se tiene al frente, contorno que necesita de la mano firme de la clase dirigente para reestablecer la simetría y equilibrio que se requiere. La Policía como fuerza del orden está llamada a proteger a la población, hacer frente a los delincuentes que aprovechan el curso de los hechos para robar, amilanar y atentar contra la gente. Documentación de la lucha demuestra que la impunidad está reinante, enmarañado esqueleto devela aventurado panorama en el que quienes imparten seguridad deben revisar su composición interior para expiar las culpas que los equiparan con ladrones y sicarios; es imperioso un cambio que permita reestablecer el orden y la justicia del caos en el que ahora perece.

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