Grave panorama enmanta la percepción de seguridad en Colombia, recrudecimiento de la violencia, en zonas marginales, conexo a la implementación de los Acuerdos de Paz tiene una arista de grandes proporciones en el narcotráfico y las disidencias guerrilleras. Más allá de la incidencia de un término, homicidio o masacre, son preocupantes las cifras de muertes que se presentan en las zonas marginales del territorio nacional.

Lejano a un tema de sensación, los hechos son reales y preocupa el que se quiera minimizar lo que realmente está ocurriendo en las poblaciones vulnerables del país, múltiples asesinatos imponen el régimen del temor que se creía había quedado atrás con la “desmovilización” de las FARC.

Los colombianos están en un entorno en el que parece se perdió el libre derecho a la opinión, la movilidad y el libre desarrollo de la cotidianidad. Los acosos, amenazas o difamaciones están a la orden del día, polarización ideológica raya en extremo y acrecienta el infame dolor de las víctimas. Dicotomía entre los extremos de derecha e izquierda radicaliza las diferencias entre unos y otros, divergencia social que se constituye en foco de fortaleza de los “grupos armados” que desde el fusil abren un marco de acción vinculado a patrones criminales marcados por un estado de opinión desde el recelo y aversión a las políticas de gobierno.

Preocupante es el exterminio de “líderes sociales” y guerrilleros reinsertados, pero más cuestionable es saber que la inestabilidad, política y social del país, ahora se traslada a las capas más jóvenes de la población. Coyuntura particular que tiene como eje articulador el fenómeno del lucrativo negocio del narcotráfico; lucha por un dominio territorial y el atender las necesidades de un núcleo poblacional marginado por la inversión estatal. Problema prolongado en el tiempo que no se puede circunscribir únicamente a la actual administración o las consecuencias de un imperfecto pacto en La Habana, el inconformismo social está latente en cada rincón por la corrupción, la mezquindad de nombres particulares de la clase dirigente colombiana y la doble moral de los actores armados.

Pronunciamientos públicos, irresponsables y desafortunados, de los representantes del gobierno y la oposición confunden a la opinión pública y crean en el imaginario colectivo peligrosas tendencias que están minando una bomba de tiempo que tendrá un estallido social anunciado. Inminente reto para la administración pública está en redoblar esfuerzos para enfrentar este atolladero en medio de la emergencia sanitaria y económica que deja la pandemia; maquillar las cifras o menospreciar los acontecimientos no quita del radar una discusión pendiente ¡legalización de las drogas! Espinoso tema, de trascendencia internacional, que va siendo hora de pensar y atreverse a dar el paso para desincentivar las ganancias marginales de este mal que, por décadas, deja un flagelo en Colombia con innumerables casos de víctimas.

Crímenes de lesa humanidad sucumben ante la ambigüedad comportamental de la esfera política y social de Colombia. Manipulación de hechos, cifras y contexto acaban por deslegitimar la escasa institucionalidad del cuerpo ejecutivo, legislativo y judicial de la Nación. Radicalización extremista del criterio conceptual de la construcción de país descalifica al otro sin el menor esfuerzo por comprender un pensamiento discordante, etiquetas delicadas y obscuras se ciñen sobre nombres particulares para vulnerar libertades; ataques indiscriminados que sobrepasan el ‘bullying’ social y despierta malquerencias que acrecientan los problemas del contorno colombiano.

Violencia que llama a más terrorismo psicológico y agudiza la escalofriante discrepancia filosófica desde la que se cimientan las bases conceptuales de las corrientes de izquierda, centro y derecha. Ética conductista que rebosa los odios y aviva la persecución de contradictores políticos. Miopía ideológica que no permite ver a las escisiones de las FARC como protagonistas de la perturbación del orden público, influencia guerrillera que, con la resbaladiza anuencia de promotores de la paz a cualquier costo, guardaron la infraestructura para reagruparse, huir de la justicia y mantener la superestructura de su accionar criminal.

Fanatismo caudillista que impide aceptar realidades evidentes, mamertos que fungen de víctimas en los escenarios públicos, pero se regodean con ejercicios estratégicos de la guerrilla que dejan en jaque a las fuerzas militares y el gobierno. Ejercicio de la política desde las muertes y el dolor de los ciudadanos, aquellos que de manera solapada ponen cara adusta para exigir la implementación del Acuerdo de Paz, pero por detrás son los primeros en torpedearlo y hacerlo trizas; la paz con impunidad, sin resarcimiento y pago de penas, debe ser replanteada, un gran porcentaje de los colombianos tiene claro que el perdón y olvido no puede desdibujar de un plumazo las masacres y violaciones cometidas por quienes hoy fungen de padres de la patria, legado que dejó el resultado del Plebiscito por la Paz del 2 de octubre de 2016.

Es indispensable cambiar la forma de discutir con los demás, confrontar las ideas y llegar a acuerdos, el adoctrinamiento que unifica la visión a la verdad de unos pocos está acabando con la dignidad y honra del colectivo social. El buen nombre de muchos perece ante la mentira repetida y que otros profesan en función de quienes se creen adalides de la moral, esos que descargan culpas en otros, niegan su responsabilidad y son expertos en crear teorías de conspiración; valientes para exponer el dedo inquisidor, pero cobardes para asumir las consecuencias de sus acciones. Podredumbre orgánica que aclama un cambio radical en el aparato político y jurídico de Colombia.

Lo humano en la visión de país debe estar distante del estigmatizar y promover odios de clases, si se sigue tirando la piedra y escondiendo la mano difícilmente se recobrará la institucionalidad de un sistema que hoy está lacerado por la violación constante a las normas básicas de convivencia. Independencia y veracidad son el fundamento de una paz con justicia social en la que jóvenes, campesinos, indígenas, militares y demás integrantes de colectivo colombiano se unen para refundar la nación y dar estabilidad a una sociedad distante del temor a la muerte por no cohonestar con el delito.

Las Fuerzas Armadas antes que perseguir a opositores, medios de comunicación o periodistas deberían concentrar sus esfuerzos de inteligencia en recobrar el control territorial de aquellos sectores poblacionales, hoy en manos de diferentes grupos armados, importancia regional por el factor humano que en ella habita y no por los mega negocios que en ella se pueden construir en pro de la consolidación de emporios particulares. Táctica común que antes de ajustar la norma a la medida de alguien, o atomizar el pensamiento colectivo, consolide la democracia más antigua del continente suramericano.

El debate está abierto, la discusión debe darse con altura, bajo es querer restringir la competencia de los temas neurálgicos a la verborrea de quienes promueven el odio y estigmatizan en redes sociales. Desde las escandalosas bodegas de los guionistas creadores de las narrativas de la animadversión se está gestando una hecatombe. Alerta temprana de una confrontación escondida pide la mano firme de la actual administración que debería hacer frente a las acciones de hecho y palabra que irrumpen la estabilidad del pueblo colombiano.

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