Mal se vislumbra el futuro de un país cuando su colectivo pierde la referencia del bien y el mal, la constitución de las relaciones está fundamentada en la ley del menor esfuerzo, y el fin justifica los medios, sin importar el otro. La protesta social colombiana puso sobre la mesa serios cuestionamientos a las bases del comportamiento y el patrón de conducta de los sujetos, parámetro interiorizado como eje de acción y reacción para adaptarse a las situaciones del momento.

Diferentes acontecimientos de la coyuntura nacional evidencian que un importante número del colectivo colombiano está distante de tomar decisiones con responsabilidad social, sustentar sus actos en un criterio ético que denote conocimiento de las normas que regulan el estamento social. La fundamentación filosófica de la moral nacional parece haber establecido nuevos códigos de validez universal para los principios de responsabilidad, dignidad, igualdad, honestidad, originalidad, creatividad y solidaridad.

El ecosistema social colombiano plantea nuevos hábitos que le dan sentido a la función del ser como actor de la cultura, derechos y deberes fundamentados que impregnan la opinión pública y las decisiones humanistas, pluralistas y democráticas del sujeto en la construcción común de la realidad. Entorno en el que se percibe un beneplácito con las inadecuadas decisiones valorativas en la toma de determinaciones, incongruencias en el plano individual y colectivo; quebrantamiento de los límites, violación de las normas educativas inculcadas desde el hogar y la escuela como institución.

Culto a ídolos de barro que se toman las pantallas de los medios de comunicación, a través de telenovelas y noticias, y se vuelve tendencia en las plataformas sociales, desde las estrategias de ‘youtubers’ e ‘influencers’. Escenario en el que los periodistas pierden su norte social en la formación de la opinión pública y emplean su profesión como tribuna para exhibirse y desde el circo social constituirse en figura pública. Los casos son palpables y están a la orden del día, cada uno tiene sus particularidades y puntos de análisis que llaman no solo a prestar atención sino a establecer límites y encausar una corriente desbordada que desde la insatisfacción señala la descomposición en las bases del comportamiento.

La ausencia de referentes de autoridad, acompañamiento en los procesos de formación, conlleva a que se constituyan en modelo de imitación ingratas “figuras públicas”, por llamarlas de alguna manera, como ‘Epa Colombia’. Delincuentes, bárbaros, que, con la mayor desfachatez, con cámara en mano, salen a la calle a destrozar los bienes públicos con el fin de ganar protagonismo y no pasar desapercibidos. Valentía social repentina que luego se revictimiza y esconde tras el temor y el delirio de persecución.

Gravísimos hechos que, por la anuencia con el delito, por parte de jueces de la República, quedan sin el castigo que merecen y en la consciencia colectiva se instauran como acciones válidas para un fin determinado. Relevancia de primera plana que genera sintonía, trae clics sobre los contenidos mediáticos, pero carece de seguimiento y caen en el olvido; bajo perfil que borra de la memoria las acusaciones de falsedad en documento privado, obstrucción en vía pública, daño en bien ajeno e instigación para delinquir con fines terroristas, que imputó la Fiscalía contra Daneidy Barrera, ‘Epa Colombia’. Deplorable actitud que con el consentimiento general se convierte en un prototipo de acción y reacción.

Deterioro de los valores sociales que instauran figuras como John Jairo Velásquez Vázquez, alias ‘Popeye’, como icono del morbo y beneplácito colombiano con la cultura narco–violenta. Bien dice el adagio popular “no hay muerto malo” y nadie se debe regocijar del mal ajeno, pero es deber de memoria no dejar pasar por alto el daño, dolor y criminalidad que representó ese sujeto para Colombia; ejemplo clásico de aquello que no debe ser un individuo en el núcleo social.

Anomalía constituida en arquetipo de las zonas vulnerables y las clases menos favorecidas, modelo del dinero fácil, corrupción y aniquilación de la esperanza. Criminalidad exaltada y demandada dando estatus de figura nacional al victimario en medio de una apología al delito desde la televisión nacional, por no hablar del gran número de seguidores que cohonestaban con la actividad, de alias ‘Popeye’, en redes sociales. Aciaga veneración a figuras como Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha, Carlos Lehder, Carlos Castaño, entre otros, patrones del mal y lo peor de las bases sociales colombianas.

Encapuchados, vándalos, que son emulados en medio de las manifestaciones públicas, peligro social que raya lo putrefacto de una sociedad incapaz de dialogar y llegar a acuerdos sin recurrir a la piedra, las papa bomba y la intimidación. Actuar nada distante del atraco, cosquilleo o raponazo diario que desata la sed de venganza, ¡Justicia por mano propia!

Confrontación de la sociedad colombiana con el delito, la injusticia y la falta de credibilidad que han cosechado los agentes del orden y el estamento jurídico nacional.

Embrollo que de la calle se traslada al escenario político, púlpito democrático que representa, de la mejor manera, la desintegración del colectivo social colombiano. Excombatientes, algunos sin pagar sus crímenes, fungen como adalid de la moral y la adecuada concepción del Estado; maquiavélicos personajes que destilan su odio y rencor en las plataformas sociales incitando a la violencia. Complejos de inferioridad que no les permiten comprender su responsabilidad social como legisladores y referentes de opinión nacional.

Ancestral ‘modus operandi’ de quienes por la fuerza quieren imponer sus ideas en el poder, paradigma que deja presente que el fin justifica los medios. Sujetos que exigen derechos sin cumplir con sus deberes, ilustres padres de la patria que, desde su delirio, permanente, de persecución no responden por sus inadecuadas actuaciones. Radicalización y perturbación que, antes de concentrar apoyos, lleva a extremos el comportamiento violento de los colombianos; agitadores que estratégicamente se mueven en las plataformas sociales, pero al ejercer el mandato demuestran que su músculo político solo está en la verborrea que emplean para vulnerar los límites y la libertad del otro.

Es necesario reconocer el problema, reparar la vulneración de derechos. El Estado, en conjunto con el entramado social colombiano, es el llamado a emprender acciones que recompongan la base del esqueleto que constituye al colectivo en estamento de la cultura nacional. Exterminar la violencia, de palabra, hechos y acción, dejar de lado la injuria y la violación de los derechos fundamentales, reconociendo al otro con sus particularidades y diferencias, es el primer paso para conseguir la tan anhelada Paz que se busca en cada uno de los rincones colombianos.

El cambio inicia por cada uno de los integrantes de la familia colombiana, la aquiescencia social con la rabia, indignación, impotencia y deseo de venganza no permitirá pasar la página, reconstruir el camino y emprender la marcha para la construcción de una sociedad mejor. No es posible que lo único que se tenga en común sea el odio y desacuerdo con el otro; una Colombia equitativa, pujante y con oportunidades para todos requiere de un colectivo que se entiende y, es capaz de ordenar el régimen democrático, desde la proposición argumentada y la crítica constructiva que respeta la postura y esencia del otro sin recurrir a la violencia y los atentados que segan la vida y están acabando con las esperanzas de toda la nación.

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