Este 21E, una vez más los colombianos enfrentaron el caos que generan las marchas y los cacerolazos en los puntos neurálgicos del país. El martes, de esta semana, no solo se conmemoraron dos meses del estallido social sino que se revitalizaron las divergencias de una sociedad polarizada; la constitución de una ciudadanía que da identidad a los colombianos se decanta en dos orillas opuestas, fracturadas e incapaces de encontrar puntos medios y aceptar las diferencias que la constituyen como colectivo nacional.

La paz, que tanto anhela Colombia, no está circunscrita únicamente a la cesación del fuego, es necesario desarrollar las competencias de diálogo, proposición y construcción conjunta que encausen la visión de sociedad y el contexto de nación. El respeto por las diferencias, consideración de tolerancia, aunado a la disciplina, capacidad de actuar de manera ordenada y perseverantemente para conseguir el objetivo trazado, son fundamentales para denotar la madurez de un sistema democrático que con autoridad establece límites, construye desde las discrepancias y enruta la agenda social del país.

El panorama es complejo, Colombia cerró el 2019 en medio del clamor popular y la perspectiva que se tiene para este 2020 no es alentadora. Resurgimiento de las células guerrilleras, desbordamiento del fenómeno del narcotráfico, sistematicidad en el asesinato selectivo de líderes sociales, falsos positivos, chuzadas, abuso de autoridad son elementos que encrespan los ánimos y activan los ejercicios de movilización de la sociedad colombiana; escenario legítimo, y constitucionalmente protegido, que es infiltrado por fuerzas oscuras, encapuchadas, que en las vías de hecho demuestran su incapacidad de dar la cara al país y argumentar sus posturas desde el ejercicio del diálogo, la palabra.

Confianza minada de un ente gubernamental, presidido por Iván Duque Márquez, que denota incompetencia, ralentización administrativa, acoplada con la toma de determinaciones impopulares, pero necesarias en medio de la convergencia de situaciones que decantan el devenir colombiano. Sordera extrema que raya la soberbia de un mandatario en medio de las coyunturas con expresiones como “de qué me hablas viejo” o “déjemelo ahí”; corto circuito del ejecutivo con una sociedad que pide garantías antes de perfilar una conversación en la situación enmarañada que afronta el territorio nacional.

Fenómeno de autodestrucción desde el que se difuminan multiplicidad de intereses, 13 puntos de negociación que se convirtieron en 104 items en diciembre y ahora buscan concertar en ejes de acción que agrupe a la gran mayoría de ellos. Comité de Paro atomizado de intereses que pierde fuerza de convocatoria, naturaliza la protesta, y no logra dar unicidad al inconformismo comunitario ante el Estado. Difícil articulación de actores que desde su nepotismo quieren priorizar y sintetizar las aspiraciones a sus temas de interés político particular.

La dispersión de objetivos conduce a fracturar la unión de fuerzas, el incumplimiento de acuerdos pasados y diseminar las reformas estructurales que requiere el entramado social colombiano. Lo evidenciado hasta el momento conlleva a afirmar que quienes se autoproclaman líderes, del Paro Nacional, desconocen el refran que afirma que “el que mucho abarca poco aprieta”, pues les ha faltado sindéresis para establecer el momento oportuno de conversar temas e introducir discusiones en la construcción permanente de la agenda general del país.

El cambio de mandatarios locales, el 1 de enero de 2020, delineó una apuesta política, atemperada, que propende por comprender e implementar estrategias para afrontar la protesta social de una manera diferente. El procedimiento priorizado por madres gestoras de paz y garantes de convivencia, antes que la fuerza pública, se inclina por medidas pedagógicas que perfilan una identidad sana del ejercicio democrático de la protesta, garantía de adecuado comportamiento en el desarrollo de las movilizaciones lejos de la violencia y el vandalismo.

Actuación formativa no exitosa que a parte de incomodar al grueso del colectivo que no participa de la protesta, por apatía o porque no concuerda con ese mecanismo de manifestación popular, ratifica un axioma de reacción irracional en la masa indignada. Una generación para la que el concepto de familia está distante de la institución de padre y madre, la rebeldía e intolerancia priman sobre la autoridad, disciplina y respeto, la crisis social es permanente y trunca sus expectativas de vida con el estrés, depresión y ansiedad que trae el que la sociedad, las autoridades y el gobierno no cambie o se adecúe a los antojos de los jóvenes del país. Estirpe en permanente crisis y un nivel de frustración preocupante.

Apartados de colores y movimientos políticos, la enardecida marcha protestante debe encausar su descontento, alejarse de la violencia injustificada y entender razones diferentes a sus enceguecidas creencias. Las causas sociales deben ser sustentadas con acciones coherentes, por ahora en dos meses de protestas, solo se ha observado un colectivo generacional sin sentido de pertenencia y que desconoce la responsabilidad social que le asiste como parte, activa y protagonista, de la ciudadanía colombiana. Patrimonio cultural de una nación que pierde su identidad con las bases de la sociedad y la democracia.

Más que una sanción social, para los manifestantes, llegó el momento de imponer autoridad; desde la disciplina y el respeto a conductar la protesta social y establecer límites a este derecho constitucional. La convivencia con la protesta está distante de los bloqueos, encapuchados que con piedra se enfrentan a la ciudadanía y la fuerza pública, la papas bomba o artefactos explosivos de aturdimiento, entre otras anomalías que develan esos vándalos que van a la calle organizados por fuerzas ocultas que tienen como único propósito desestabilizar el país.

La fuerza pública está llamada a cumplir con su función, sin extralimitaciones detener a los delincuentes “infiltrados” y ponerlos a disposición de las autoridades competentes. La intervención del Esmad aunque no guste es necesaria, analogía similar a la expuesta por la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, cuando afirmó que la protesta, como los impuestos, es incómoda, pero imperiosa para la democracia. Confrontación directa con encapuchados y fuerzas insensatas que quieren imponer el caos a como de lugar y no permitir un regreso sano y fuera de peligro a casa.

Para dialogar se requiere de disposición, antes que exigir hay que mostrar actitud de negociación y capacidad de proposición y argumentación para llegar a acuerdos; es cierto que el país debe hacer frente al inconformismo social, pero a su vez educar a la sociedad para que las expresiones del colectivo colombiano no se constituyan en un constante problema de orden público.

La expresión democrática adquirirá la visibilidad que requiere en el momento en que las organizaciones sindicales, los colectivos estudiantiles y las fuerzas sociales comprendan que sus convocatorias y movilizaciones deben estar alejadas de disturbios. Construcción de país desde el diálogo, el entendimiento y apropiación de la identidad nacional con una sociedad justa y equitativa.

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