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El resurgimiento de la violencia en Colombia ha vuelto a poner en evidencia la vulnerabilidad del orden público y la creciente capacidad operacional de las estructuras criminales disidentes, especialmente del Estado Mayor Central (EMC), antigua facción de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En los últimos días, una serie de atentados coordinados —entre ellos el derribo de un helicóptero policial en Amalfi, Antioquia, y la detonación de un camión cargado con explosivos en las inmediaciones de la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez en Cali— han dejado un saldo de al menos 19 muertos y decenas de heridos, según reportes de medios nacionales y del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ).
El primer ataque, en el que fallecieron doce policías antinarcóticos, golpeó directamente la política de erradicación de cultivos ilícitos, uno de los ejes centrales de la lucha estatal contra la economía ilegal vinculada al narcotráfico. Horas más tarde, un acto terrorista contra una instalación militar estratégica en Cali causó la muerte de seis civiles y dejó más de sesenta heridos; el ataque también devastó una importante arteria comercial de la ciudad, evidenciando el alcance de las acciones criminales y el riesgo que enfrenta la población civil. Según testimonios recogidos por El Espectador y pronunciamientos oficiales, el impacto social y económico es considerable.
Las autoridades, incluido el presidente Gustavo Petro, han atribuido estos hechos a una combinación de grupos disidentes: el EMC, el Clan del Golfo y la Segunda Marquetalia, señalando a esta alianza como la denominada “Junta del Narcotráfico”. Esta coordinación entre organizaciones ha incrementado su capacidad para desafiar al Estado, empleando tácticas terroristas, controlando territorios clave y generando desplazamientos forzados en regiones como Antioquia, Valle del Cauca y el Pacífico, según el informe de INDEPAZ. Estas operaciones no solo socavan la seguridad estatal, sino que profundizan problemáticas sociales históricas.
Frente a estos retos, la respuesta oficial ha sido contundente. El presidente Petro anunció la clasificación de los grupos armados como organizaciones terroristas perseguidas a nivel internacional y no descartó la instauración del estado de conmoción interior, una medida constitucional que otorga facultades excepcionales al Ejecutivo para afrontar crisis de orden público. Sin embargo, voces como la del profesor Carlos Medina, de la Universidad Nacional de Colombia, insisten en que solo una estrategia que combine acción militar, control territorial efectivo e inclusión social podrá cerrar las brechas de poder estatal y evitar la persistencia de la violencia.




Sectores políticos y diversos expresidentes, como Iván Duque y Juan Manuel Santos, han demandado políticas de seguridad más robustas y mayor respaldo para las Fuerzas Armadas, advirtiendo sobre el riesgo de ceder terreno al terrorismo. Paralelamente, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha exhortado al Estado colombiano a garantizar la investigación rigurosa de los hechos y la protección efectiva de la población civil en estos contextos de escalada violenta.
En el trasfondo, los ataques recientes se ubican en un ciclo histórico en el que las disidencias de las FARC han evolucionado hacia complejas organizaciones criminales dedicadas, además del narcotráfico, a la minería ilegal y al dominio armado de comunidades vulnerables. El Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC) ha documentado cómo la fragmentación de estos grupos complica aún más los esfuerzos de pacificación y convierte varios territorios en focos de nuevas violencias.
Ante este panorama, la movilización de la sociedad civil —a través de denuncias y colaboración con la inteligencia comunitaria en la Línea contra el Crimen— es clave para desmontar las redes criminales. La coordinación entre organismos estatales y ciudadanía resultará determinante para recuperar el control y avanzar hacia la estabilidad, mientras continúa el debate sobre el enfoque de seguridad que requiere Colombia para romper el ciclo de violencia que la aqueja desde hace décadas.
¿Qué significa el estado de conmoción interior y cuáles son sus implicaciones?
El estado de conmoción interior, contemplado en la Constitución de Colombia, es una medida extraordinaria que permite al Ejecutivo adoptar disposiciones excepcionales para enfrentar graves alteraciones al orden público o amenazas inminentes. Su declaratoria otorga temporalmente facultades ampliadas al Gobierno, como la restricción de derechos y libertades, con el fin de restablecer la normalidad. Según análisis de expertos constitucionalistas y experiencias previas, esta medida debe aplicarse bajo estrictos controles democráticos para evitar excesos y afectar lo menos posible a la población civil. El debate actual se centra en si la coyuntura de violencia amerita o no su uso, dadas las repercusiones históricas y políticas asociadas.
El estado de conmoción interior ha sido utilizado en otras ocasiones durante crisis de seguridad en Colombia. No obstante, distintos sectores advierten que su eficacia depende no solo de la capacidad de respuesta militar, sino de acciones simultáneas en aproximación social, protección de los derechos humanos y promoción de soluciones estructurales de largo plazo para reducir la vulnerabilidad de las poblaciones afectadas.
¿Cómo afectan estos hechos al proceso de paz con grupos armados en Colombia?
La escalada de ataques perpetrados por disidencias armadas representa un desafío serio para el proceso de paz en Colombia. Por una parte, evidencian el resquebrajamiento de los compromisos asumidos en la desmovilización de las FARC y el crecimiento de estructuras que persisten fuera del marco legal, socavando la confianza en las vías de negociación. Además, tales hechos alimentan el escepticismo de la sociedad y del sector político sobre la eficacia del actual enfoque de diálogo y la necesidad de enfoques alternativos más coercitivos y/o integrales.
El proceso de paz ha sido fundamental para reducir la intensidad del conflicto en la última década, pero la persistencia y evolución de las disidencias, junto con alianzas criminales transnacionales, subraya la urgencia de replantear estrategias para la reintegración, el control territorial efectivo y la persecución judicial de quienes reincidan en la violencia. Así, los recientes acontecimientos reabren un debate sobre el equilibrio entre justicia, seguridad y desarrollo para consolidar una paz sostenible.
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