Cuando escucharon, por primera vez, el grito de los guerrilleros pidiéndoles la rendición, los pocos militares y policías que todavía resistían al ataque sintieron que la sangre les hervía. El soldado regular Wilson Benavides había aterrizado en ese pedazo de selva deforestada a orillas del río Vaupés apenas 14 días atrás. Le quedaban solo cuatro meses para terminar el tiempo de su servicio militar, pero desde que llegó supo que en cualquier momento podía empezar una incursión de las Farc. Y ese 3 de agosto de 1998, cuando ocurrió, cuando él y sus últimos compañeros intentaron mantener el fuego después de 25 horas de un combate sin clemencia, la ametralladora se le atascó. De nada sirvió untarla de aceite de cocina –lo único que tenían a la mano– ni limpiarle el barro.

Los primeros disparos habían sonado a eso de las siete de la noche, pero arreciaron hacia las diez. Después vinieron los cilindros bomba, que destrozaron la antena de radio de la base de Antinarcóticos de la Policía Nacional en Miraflores, Guaviare (el blanco del ataque), dejando incomunicada a la tropa y sin formas de pedir refuerzos.

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Algunos, como Wilson, usaron los cráteres de esas explosiones como trincheras, pero cuando vieron que amaneció y volvió a anochecer sin que la lluvia de plomo se detuviera, supieron que era una batalla que no iban a ganar. Los guerrilleros los quintuplicaban: eran cerca de 1.000 miembros de distintos frentes del Bloque Oriental de las Farc, que primero neutralizaron a los soldados que custodiaban la base (en su mayoría, jóvenes de 18 o 19 años que prestaban servicio) y después rompieron un muro y entraron a la unidad policial.

Cuando los rebeldes lograron el control del municipio y la base, tomaron como rehenes a 129 personas (73 soldados y 56 policías), el mayor número de secuestrados en una incursión como esta, según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH).

De eso ya pasaron 24 años, pero Wilson dice que nunca volvió a recuperar la tranquilidad. Él fue uno de los secuestrados en esa operación y estuvo en poder de las Farc hasta el 14 de julio de 2001: “Yo duré tres años en cautiverio, pero hubo compañeros que estuvieron 10, 13 años. Sinceramente no sé cómo lograron sobrevivir”.

Esteban Vargas Peláez es abogado de la Comisión Colombiana de Juristas y representa ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) a algunos policías y militares que fueron secuestrados en la toma de Miraflores. “Hechos como este o la toma de Mitú o Puerto Rico eran una suerte de crónica de una muerte anunciada: se sabía que iba a pasar, pero no cuándo, y ya vemos los resultados. Hay una afectación muy marcada en el territorio, porque además de los secuestros, hubo civiles muertos, familiares desaparecidos y daños a la infraestructura”, dice Vargas.

Estas tomas eran muy contraproducentes porque, aunque tenían un objetivo (la alcaldía o una base militar, por ejemplo), resultaban una desproporcionada exhibición de poder de la guerrilla sobre los civiles y atacando indiscriminadamente a la población, casi siempre en los lugares más empobrecidos”, explica Gonzalo Sánchez, exdirector del CNMH.

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Víctimas, a la espera de avances en la justicia

Tras la apertura, a mediados de julio, del décimo macrocaso de la JEP, que investiga delitos no amnistiables cometidos por las Farc, varias víctimas están a la expectativa de que se conozcan nuevas verdades sobre estos hechos. Un miembro de la magistratura aseguró que la incursión a la base Antinarcóticos de Miraflores será estudiada en el nuevo caso, y se les pondrá la lupa a las violaciones al Derecho Internacional Humanitario cometidas en la operación, que dejó al menos 35 personas muertas.

Ya dentro del caso 01, sobre secuestro, han surgido revelaciones sobre tomas como la de Miraflores: los exjefes de las Farc imputados aceptaron que no pudieron “garantizar las condiciones que requerían los prisioneros, dándose prácticas como el uso de cadenas o la vigilancia constante”, como se lee en la respuesta al auto en el que la JEP les endilgó crímenes de guerra y lesa humanidad en relación con el secuestro.

En el documento de 391 páginas presentado por los excomandantes guerrilleros también se detalla que el secuestro de los 129 miembros de la Fuerza Pública se dio para forzar el intercambio de prisioneros, por lo que la orden del entonces comandante Jorge Briceño (conocido como el Mono Jojoy) era garantizar la vida de los militares y policías retenidos.

Los exFarc reconocen que a algunos secuestrados enfermos de leishmaniasis los trataron con pólvora, aunque esto les causara quemaduras a algunos. Sobre la demanda de una de las víctimas, que aseguró que en cautiverio había prácticas como “colocar vidrios en la comida, apuntar sus armas en el rostro, amenazar constantemente”, que aunque los procesados aseguraron que estaban prohibidas, aceptaron que existieron.

Pese a estos reconocimientos, para el abogado de la CCJ, aún falta esclarecer varios hechos. “En esa respuesta no hablan puntualmente de lo que se vivió durante el desarrollo de la toma ni en el cautiverio, y es indispensable conocer con más profundidad estas situaciones”, dice Vargas.

Otro de los capítulos que debe esclarecer la justicia es cuál fue la responsabilidad del Estado en la toma. Algunas víctimas han cuestionado que el Ejército los haya enviado a la zona en medio de su servicio militar y sin entrenamiento suficiente.

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Para Wilson, quien luego de sobrevivir al cautiverio tuvo un proceso de readaptación que le costó más de 10 años, una de las deudas pendientes es la reparación: “Es importante no dejar que la memoria y el sacrificio de quienes estuvimos en esa toma queden en vano y que se reconozca el trabajo de los soldados que pasamos por todo eso. Muchos no pudimos volver a encontrar trabajo después de ese secuestro, y eso se ha logrado visibilizar con el proceso de paz. Necesitamos tener una reparación integral, no solo económica, sino que dignifique el sacrificio de quienes estuvimos allá”.