Desde la vereda El Patio se ve la comuna nororiental. Aunque hace parte de Medellín, huele a tierra mojada, a cebolla recién arrancada, a vegetación húmeda, a campo. En las huertas crecen las verduras que se venden en La Mayorista y hay agradables casas de campo, con techos bajos y coloridos, que adornan las montañas. Pero también hay construcciones modernas, fastuosas, que parecen arrancadas de otros lugares.

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Es la dualidad del campo de Medellín, que cada vez es más pequeño. Clara Cano, una líder de El Patio, recuerda que las montañas estaban cubiertas de cultivos hasta hace no muchos años. Los mayores de 40 mencionan las parcelas con pimentón, tomate, coliflor; la ciudad estaba lejos, era casi un monstruo ajeno, inofensivo.

Pero ese monstruo se acercó demasiado. Primero comenzaron a llegar nuevos vecinos, que venían de esa ciudad, y levantaron casas diferentes a las demás. Algunos campesinos, decepcionados de sus cultivos, vendieron sus parcelas y la tierra se fue llenando de nuevos habitantes.

Clara lo tiene diagnosticado, y lo bautizó: el lamento campesino. Según la Alcaldía de Medellín, en los cinco corregimientos hay 2.500 campesinos. En Santa Elena, encima de los 2.600 metros sobre el nivel del mar, donde el aire es frío y la tierra negra, se recogen buenas papas, moras jugosas, flores provocativas. Las montañas del Valle de Aburrá están surcadas por más de 4.000 quebradas que bajan de la cordillera y riegan sus aguas con generosidad.

Esa misma abundancia tiene hoy a los campesinos arrinconados. Al expandirse la ciudad, los más acomodados voltearon a las montañas y las escogieron como sitios de recreo o de nueva vivienda. No es un tema reciente, pero sí se ha acentuado en los últimos años. Y no es que la migración de la ciudad al campo esté mal, pero es un hecho que ha provocado cambios en la forma en que se vive en él.

El lamento campesino se siente en los cinco corregimientos, pero es más fuerte en Santa Elena y San Cristóbal, donde tradicionalmente había más pobladores. La presión urbana no es la única arista del empequeñecimiento del campo de Medellín. Más importante, quizá, sea el precio irrisorio en que se compran las verduras en la ciudad.

César Augusto Álvarez se reconoce como campesino montañero. Vive en San Cristóbal y desde su parcela se ve la comuna nororiental y el edificio Coltejer. Para llegar a la 80 se demora solo 10 minutos en moto. Así de frágiles son las fronteras entre campo y ciudad en Medellín. César tiene 45 años y habla seseando, con un acento paisa marcado, que enfatiza con algo de altivez.

Las cuentas no cuadran, dice con su lamento campesino: el manojo de cilantro se lo compran a 500 pesos. Y con lo cara que está la urea, y ni qué decir de la escasez de jornaleros, comenta. Tiene que sacar 200 manojos para ganarse 100.000 pesos, y el flete para llevarlos a la ciudad está por los 60.000. Eso sin contar imprevistos.

Clara, en la vereda El Patio, hace las mismas cuentas. Y hay que considerar las lluvias, que pueden acabar la cosecha, dice. Como es tan impredecible, el campesino prefiere vender parte de su tierra a través de un proindiviso. Si tiene algún plante, agrega Clara, hace un crédito y levanta un apartamento para alquilarlo, lo que da una renta fija y así mata la incertidumbre.

Eso sí que ha pasado en Santa Elena, en la montaña del frente. Leonardo Grajales, de la Junta de Acción Comunal de Santa Elena, retrata, con palabras aciagas, ese lamento campesino: “Muchos se quedaron sin recursos para sembrar. Uno no deja morir a la familia de hambre ni por el berraco. Entonces, lo que hicieron fue vender pedazos de tierra y dejar una casa. En lo que vendieron, construyeron y ellos ahora son los que hacen la jardinería a esas personas que compraron”.

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Las palabras de Leonardo, como las de César, son coloquiales. A la situación de los campesinos la llama un “arrinconamiento” y sin ambages dice que están “llevados del berriondo”. Ese arrinconamiento se ha cernido este año, dicen en los corregimientos, con la actualización de los avalúos catastrales que hizo la Alcaldía.

Precio de predios se dispararon en Medellín

A Diego Gutiérrez, un cultivador de hortalizas, legumbres, granos y frutas en la vereda La Florida del corregimiento de San Antonio de Prado, se le vino el mundo encima cuando recibió la noticia que sus dos predios ya no estaban avaluados en $ 9 millones y $ 237 millones, sino que ahora se tasaban en $ 151 millones y $ 950 millones, respectivamente.

Y, además, se le heló la sangre cuando le contaron sus vecinos, a quienes también les sucedió lo mismo, que ese desbordado incremento, de 1.577 % por un lado, y de 313 % por el otro en el nuevo avalúo catastral de sus tierras, se reflejarían en un aumento desmedido en el impuesto predial, y que en el 2024 no tendrá más alternativa que pagar en el predio que ahora cuesta $ 152 millones, un tributo de $ 1.360.000, teniendo en cuenta que el impuesto en esa zona es de 9 pesos por cada mil de avalúo, y en el predio de $ 950 millones pagaría un impuesto por más de $ 9,6 millones, porque la tarifa es de 10,2 pesos por cada mil.

Los líos con los avalúos se extienden a toda la zona rural de Medellín. En San Cristóbal han hecho plantones para protestar por el alza que consideran injustificada. En una respuesta escrita, la Alcaldía argumentó que el alza se debe a la actualización catastral natural y que en el proceso se han tenido en cuenta a las comunidades. El aumento en los avalúos es una arista más del arrinconamiento, dicen los campesinos, que han dicho incluso que es una manera más de sacarlos de sus tierras.

Para rematar, muchos se sienten intrusos en sus propias veredas. César dice que ya es un forastero entre los nuevos vecinos. La llegada de gente de la ciudad ha traído problemas de convivencia. En El Patio los niños ya no juegan en la calle, como antes, porque por la vía, que es muy estrecha, pasan carros y motos de alta gama a gran velocidad. “La comunidad se ha dividido. Se dice que de un punto para arriba están los ricos y hacia abajo, los pobres”, cuenta Clara.

En Santa Elena pasa lo mismo, con la diferencia de que allá el auge es turístico, mientras en San Cristóbal es habitacional. Ha habido roces por el volumen de los equipos de sonido y el cercamiento de parcelaciones. Cada vez son menos los campesinos de la ciudad, lo que suena casi a un oxímoron, pero que refleja las dualidades de una ciudad como Medellín.