Admitámoslo: hay parejas que viven mal juntas.

Se pierden el respeto, se portan mal el uno con el otro, no se disfrutan, discuten en el primer plato y en el postre, y estar un rato con ellos se hace eterno.

Hace tiempo que dejaron de alimentarse como dúo, poco o nada aprenden del tiempo que comparten, y se emplean en amargarse la vida como resultado de su mala relación.

Aún así, sin que lo entendamos: siguen juntos.

No hay forma de explicarlo, nadie por voluntad desearía estar en una relación que no favorece o que, más que añadir, resta.

Estas uniones se reconocen porque quitan la energía. No solo la energía de la pareja, sino también de los que estamos cerca de ella.

Con el paso de los años, el encallamiento de esta pareja se convierte en un tema de conversación recurrente, en un túnel que parece no ver la luz. Túnel al que aconsejo no entrar, ni siquiera como testigo.

Cuando esto pasa hay que saber protegerse para no resultar quemado, porque tanto la  vida como las relaciones son para disfrutarlas, para compartirlas y para mejorarlas.

Nuestro incómodo papel como testigos:

Lo primero que hace ella cuando no está con él es criticarlo, dar detalles de todo lo que él hace mal, de cada metida de pata del último mes, de los comentarios vengativos o de su manipulación feroz para que sigan juntos.

Como testigos de esta relación, nosotros aconsejamos a la parte que nos pide recomendación, escuchamos atentamente a todo lo que nos cuenta una y otra vez, intentamos meternos en su piel para ver qué respuesta coherente decirle: la apoyamos, la vemos sufrir y empezamos a dibujar una personificación: el hombre que acompaña a nuestra amiga es peor que Manson y Bundy juntos.

Por transitiva queremos que rompa con él, que se separe de su fuente de dolor, que por una buena vez termine este capítulo de terror.

Pasan los días y volvemos a retomar la comunicación con nuestra amiga.

De buenas a primeras nos dice que ahora él está súper bien, y que le ha sentado la última semana porque ha cambiado mucho. En sus palabras hay una creencia de que la pareja, por acto de magia, se arregla con un tratamiento casero.

Falso, esto ya lo hemos vivido más de 20 veces, solo que ella nos lo vende como si fuera la primera. Por supuesto que ahí sí le creímos, incluso, si ella llegaba a sentir felicidad, nos alegrábamos de corazón porque eso es lo que ella quería.

Diecinueve veces más tarde, ya todo lo que nos diga nos parece digno de Netflix, y por respeto a nuestro tiempo empleado escuchándola, a nuestra aconsejadera, a todas esas horas hablando del mismo tema, llegamos a la conclusión de que estamos en el lugar equivocado. Nuestro afecto por nuestra amiga nos hace ser empáticos con ella, incluso nos lleva a tomar partido por sus reacciones y su comportamiento, nos convertimos en su aliada y socia y vemos que todas esas tardes de escucha y lucha, de empoderamiento afectivo no sirven para nada. Ella sigue con él y nosotros tendríamos que continuar escuchando sus desavenencias por secula seculorum. ¡Error!

Hay un día en el que las cosas cambian. Ahora la escuchamos sin apasionamientos y no queremos aconsejar más. Ponemos en valor cada hora que la hemos acompañado y en la que nos hemos implicado de más para ayudar. Nos hemos cansado de la dinámica.

Lo mejor que podemos hacer por nuestra relación de amistad es tener en cuenta lo que damos y lo que recibimos, lo que aportamos y lo que crecemos estando juntas. Y cuando vemos que hay un tema en particular, en este caso su pareja, que se ha convertido en obstáculo para seguir creciendo, lo más recomendable es identificarlo y no seguir alimentándolo.

Aprender a decir: yo te quiero y te aprecio, pero no estoy dispuesta a seguir participando. Cuentas conmigo como amiga, aunque te pido el favor de que nos centremos en otros temas de conversación para que nuestra relación no se resienta.

Y ella tendrá que ver qué hace en su túnel. Saldrá o se quedará según lo quiera. No podemos vivir por los demás. No podemos empujar a que alguien rompa con alguien o ame a alguien.

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