Agenda informativa de los últimos días está plagada de doble moral en la interpretación de los hechos, hoguera social se enciende para llevar al escarnio público a quien tiene el valor civil de llamar los hechos por su nombre. Niños como maquinas de guerra en el marco del fenómeno narco–guerrillero, inseguridad ciudadana conexa a la llegada indiscriminada de patriotas bolivarianos que huyen del flagelo de la dictadura venezolana, pulcros humanistas que piden coherencia política a quienes son investigados por supuesto enriquecimiento ilícito, recusación a cinco magistrados de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por prejuzgamiento y condena a la Nación sin ser escuchada, propuesta de permitir el porte de armas por aumento de la criminalidad, entre otros factores, son derrotero de la polarización ideológica en la concepción de la realidad que tiene el entramado social colombiano.

Dedo en la llaga que puso el Ministro de Defensa, luego del bombardeo en el Guaviare al campamento de las disidencias de las FARC, delinea un monstruo de mil cabezas que invade la zona rural del territorio colombiano. Secreto a voces es el reclutamiento de menores, por parte de los grupos al margen de la ley, para sus fines terroristas, coyuntura social que pone de carne de cañón a quienes por ignorancia, necesidad o presión abandonan la vida civil. Revictimización de seres desprotegidos, por su familia y el estado, que no puede eclipsar desde el Derecho Internacional Humanitario un daño colateral de la injusticia social y económica que circunda el país; verdadero problema es la vergüenza de condenar a la autoridad, y hacer apología a los grupos terroristas, sin el mínimo gesto de condena a quienes incorporan, de forma ilegal, a niños en los campamentos guerrilleros como escudo de defensa humana.

Génesis del problema está en que solo saben de seguridad y estrategia militar quienes atacan al estamento castrense, y el Estado, cuando se persigue a los reinsertados narcoterroristas. Maquiavélicos mamertos que instauran un discurso estándar que secunda el itinerario de odio y resentimiento, que se propaga en el colectivo ciudadano; lenguaje homogéneo que, antes de acabar con la guerra, está acrecentando el genocidio de connacionales desde el cinismo que da legalidad a quienes entrenan a menores para empuñar un fusil y atacar al adversario. Confrontación de bandos que se personifica, en la zona urbana, en el delito atroz, asesinato y robo conexo a continuas acciones de inseguridad en la que se ven inmiscuidos los migrantes.

Señalamiento que, distante de la xenofobia que se atañe a la Alcaldesa Mayor de Bogotá, devela que la inseguridad en la capital de los colombianos hace tiempo dejó de ser una percepción para ser parte de la realidad. Hampa extrema que se propaga en la ausencia de autoridad, incoherencia de pensamiento que lleva a la improvisación y desde la acción inunda las plataformas sociales de trinos radicales y arrogantes. Vandalismo que sataniza a un reducto de la población que, aunque minoritario, deja enormes secuelas en el imaginario colectivo sobre la sensación que se tiene de la política de protección a quienes el éxodo los tiene en el territorio colombiano. Violencia, de extorsión y homicidio, que se apodera de las calles aclama por compromisos e inversiones en seguridad que traigan paz a los ciudadanos; innegable gestión administrativa que debe aunar esfuerzos con el Gobierno nacional y la Policía, sin estar a la cacería de peleas que dan rédito de popularidad.

Inseguridad y delincuencia a espera de que se aplique todo el peso de la ley a oscuros personajes que ya tienen bandas de crimen organizado, delito que no tienen nacionalidad, pero hace imposible tapar con un dedo el rechazo que se acrecienta por ingratos sujetos que han llegado a irrumpir la tranquilidad en lugar de trabajar y aportar para el futuro de Colombia. Cúmulo de situaciones que incitan al odio y la afrenta pública de una población que se siente señalada y discriminada en medio de la impunidad, grave espiral de persecución que busca minimizar los graves hechos, que se conocen a diario, bajo el espíritu de la solidaridad, acogida y respeto por los derechos fundamentales. Presunción de inocencia que no se venera al mejor ejemplo que se puede extraer de las disputas al interior de la Colombia Humana o los tribunales internacionales donde se recusa a los magistrados que sindican al Estado sin que presente sus argumentos.

Desavenencias que antes que cuidar transparencia y principios de lo que los humanistas llaman un “pacto histórico” hace agua una coalición cuyo símil es una torre de naipe, jerarquía invadida de actitudes desleales y canallas propia de caudillos que se acuestan en unidad nacional, se levantan siendo social demócratas y almuerzan fungiendo de progresistas. Punzante exaltación de ánimos que escala chispa disruptiva, al escenario social, a madrazo limpio, ante la presunta imposibilidad de explicar recursos por alrededor de 3.000 millones de pesos; inri que desarma los prejuicios creados por los extremos de derecha e izquierda. Desconfianza poblacional en la que a veces hay que dar un paso atrás para poder dar dos adelante, delirio de persecución que centra los ojos en la Corte Interamericana de Derechos Humanos y lo que muchos llaman una infamia de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, que a dolor de muchos hizo lo que correspondía ante la ausencia evidente de unas garantías procesales.

Retiro colombiano en la audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y recusación a los jueces echa gasolina a la polarización ideológica del país, nueva piedra en el zapato que atomiza la reparación a las víctimas y la reconciliación que debe existir al interior de una Nación incapaz de asimilar el pasado, reconocer el presente y hallar vías de cambio de cara al futuro. Búsqueda de intereses particulares que excita la violencia y pulveriza la paz con propuestas de armar a los ciudadanos para zanjar las diferencias y promover la autodefensa, peligro de arreglar el problema a mano propia en el marco de una sociedad en la que vale más un Smartphone, una bicicleta, que la vida. Cultura del conflicto y la violación de garantías donde se promueven las armas como solución a la inseguridad que azota al país.

Erudición de lo políticamente correcto que vive del qué dirán, las apariencias de las relaciones internacionales, y evita tomar decisiones de mérito y de fondo, cobardía de llamar a las cosas por su nombre sin el sesgo de una corriente de pensamiento de partido.

País inerme ante los maquiavélicos planes desestabilizadores de quienes actúan de conciliadores para construir conjuntamente una agenda nacional para tramitar la crisis generada no solamente por la pandemia de la covid-19. Ansias de poder de una trinchera filosófica que amenaza y hace bullying social a quien piensa diferente y no se alinea con su visión de Nación. Es momento de dejar la timidez y ser coherente con lo que se piensa, más vale ponerse colorado en un momento que vivir descolorido viendo como se desmorona Colombia a manos de una doctrina voraz de organismos multilaterales que miran el devenir del país desde su imaginario distante de la realidad. 

 

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