Las acciones en diferentes ciudades contra las ventas ambulantes y, en consecuencia, contra quienes compren en ellas —como el caso que ya se volvió emblemático del universitario bogotano multado con más de 800.000 pesos por comprar una empanada en la calle—, demostrarían una política general de la Policía, que, al parecer, “encuentra en el microtráfico de cualquier sustancia o producto el origen de todos los males de la inseguridad rampante en las ciudades”, lamenta Quintero en su columna del diario bogotano.

Recuerda que la Policía invoca como fundamento jurídico de las multas que está imponiendo el artículo 92, numerales 10 y 140, ordinal 6 del Código de Policía, pero advierte que la institución “interpreta que los verbos ‘propiciar’ […], ‘promover’ o ‘facilitar’ […] los realizamos todos los ciudadanos cada vez que compramos en el espacio público lotería, aguacates, periódicos o cualquier producto e incluso cada vez que donamos algo a la Cruz Roja en el día de la banderita”.

A Quintero le parece “una interpretación muy arrevesada” entender que el comprador ocasional es el que “propicia, promueve o facilita la ocupación del espacio público y no las mafias que explotan calles, esquinas y vendedores”.

El artículo continúa abajo

Marcos Peckel, columnista de El País, de Cali, va más allá y en un trino escribe que “en el país de los Reficar y los Odebrecht a madres cabeza de familia que venden tinto, jugo de naranja, empanadas y arepas con queso para mantener y educar a sus hijos las están convirtiendo en ‘invasoras del espacio público’. Así comenzó la primavera árabe”.

“Pero no es solo la peligrosidad de la tesis que le deriva responsabilidades inexistentes a los ciudadanos sino la afectación institucional que semejante genialidad le causa a la propia Policía”, continúa Quintero en El Nuevo Siglo. “La legitimidad de la Policía Nacional se ve seriamente afectada por la evidente injusticia de su actividad”.

También advierte que es muy difícil que la Policía obtenga respaldo ciudadano o incremente el reconocimiento social “cuando se ven piquetes de policías persiguiendo a señoras mayores para decomisarles un canasto con empanadas o arepas o lanzando al piso y esposando a un ciudadano por el ‘delito’ de vender helados. El propio Código le exige a la Policía criterios de proporcionalidad y razonabilidad en el cumplimiento de sus funciones y, sobre todo, ‘evitar todo exceso innecesario’”.

En ese mismo sentido entendió la situación Gustavo Gómez en El Tiempo. Para él, “los policías y alcaldes no pueden comportarse como autómatas o ayatolas de los códigos; los vendedores informales no son criminales”, dice, pero subraya también que los vendedores ambulantes “tampoco tienen carta blanca para invadirlo todo. Dudoso futuro tiene un país repleto de necesidades, donde la benevolencia con los menos favorecidos se interpreta como debilidad y en el que la carne de la empanada siguen siendo unos pocos privilegiados”.

En esa línea intermedia, equilibrada si se quiere, de su análisis, Gómez aclara que “no se pide que la autoridad sea fofa e inoperante”, sino que “aplique leyes redactadas para ángeles con sentido común. Que el vendedor callejero pueda trabajar respetando el espacio de los transeúntes y moderando los ruidos. Que la señora de los termos se gane la vida sin obstaculizar las ciclorrutas. Que el señor del ‘agáchese’ se ubique de manera que conviva con los comerciantes tradicionales, que pagan impuestos, sin entorpecer su actividad. Más rodillo y menos bolillo, reclama una Colombia donde la informalidad no es delito: es precisamente una manera de evitarlo”.