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El reciente bloqueo en la ruta que conecta Bogotá, Tunja, Paipa y Sogamoso, encabezado por comunidades campesinas de zonas parameras y pequeños mineros, ha generado una crisis sin precedentes en el transporte intermunicipal del centro oriente de Colombia. Según la Asociación de Transportadores Intermunicipales (ADITT), la paralización ha alcanzado el 98% de la operación habitual, traducida en más de 800 servicios interrumpidos y cerca de 45,000 pasajeros que no han podido desplazarse entre ciudades. Las pérdidas económicas superan los 1,000 millones de pesos, cifra que refleja tanto el quebranto de las empresas del sector como la afectación directa a los usuarios comunes, muchos de los cuales dependen del transporte público para continuar con sus actividades cotidianas. En respuesta, las empresas han solicitado al Ministerio de Transporte la autorización de rutas alternas y la apertura inmediata de un proceso de diálogo efectivo con las comunidades manifestantes.
El impacto de esta protesta se extiende más allá de la interrupción del tránsito de pasajeros. Regiones como Boyacá, Cundinamarca y Santander, cuyo entramado económico, educativo y de salud se fundamenta en la movilidad intermunicipal, han visto cómo la crisis amenaza su funcionamiento básico. La situación ha trascendido las fronteras departamentales y ha afectado corredores clave hacia la frontera con Venezuela y el oriente de la Costa Atlántica, con repercusiones sobre rutas en Arauca, Norte de Santander y La Guajira. La parálisis ha puesto en evidencia las debilidades estructurales de una infraestructura de movilidad que, al interrumpirse, deja amplias zonas rurales virtualmente incomunicadas.
De fondo, este conflicto revela la tensión latente entre las comunidades rurales –en particular aquellas cuya existencia gira en torno a la minería a pequeña escala y la agricultura en zonas paramunas– y las autoridades estatales y sectores económicos dependientes de la conectividad. Experiencias previas documentadas por El Espectador en 2025 han mostrado que estos sectores rurales suelen recurrir al cierre de vías al sentir que sus demandas por atención básica, reconocimiento territorial o compensación ambiental no son atendidas en la agenda pública. Por otra parte, el diálogo con las instituciones ha resultado históricamente escaso o insuficiente, lo que agudiza la predisposición al uso de estas estrategias de presión, pese a las consecuencias colaterales para la región.
Las consecuencias de la parálisis se reflejan con claridad en los índices sociales básicos. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), alrededor del 40% de los habitantes rurales en los territorios afectados depende del transporte intermunicipal para acceder a empleo, educación y servicios de salud. De acuerdo con la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), la prolongación de la crisis amenaza con desencadenar una emergencia humanitaria, dado el creciente desabastecimiento de insumos y medicamentos. Para quienes habitan territorios apartados, la imposibilidad de trasladarse no solo interrumpe su rutina productiva, sino que incrementa su vulnerabilidad ante cualquier adversidad.
Frente a este panorama, el Ministerio de Transporte ha reiterado la importancia de privilegiar vías legales y el respeto institucional, mientras evalúa la viabilidad de establecer rutas alternas y protocolos de emergencia en conjunto con los mandatarios locales. Sin embargo, también ha dejado patente la necesidad de evitar que los bloqueos de carretera se institucionalicen como método de reclamo social, advirtiendo sobre los riesgos y precedentes negativos que tal hábito podría consolidar para la gobernabilidad y el bienestar colectivo.
La academia y los expertos en geopolítica rural apuntan a que la solución de estos conflictos no puede limitarse a una respuesta coyuntural. Informes recientes de la Universidad Nacional de Colombia abogan por una estrategia integral que combine inversión en infraestructura, participación de las comunidades en la planeación territorial y políticas que permitan alternativas sostenibles al extractivismo informal. Esta visión sugiere que solo un proceso participativo y de largo aliento, capaz de articular justicia social y eficiencia económica, permitirá que la movilidad recupere su papel estabilizador en territorios de alta vulnerabilidad y complejidad social.
Así, la crisis de transporte vivida en la ruta Bogotá–Tunja–Paipa–Sogamoso es una muestra palpable de las tensiones estructurales entre desarrollo económico, derechos territoriales y la urgencia de políticas públicas inclusivas. El desafío compartido por comunidades y autoridades pasa por transitar del conflicto puntual al diálogo estructurado, donde el reconocimiento de las realidades rurales y la movilidad se engranen como piezas esenciales de la cohesión y el desarrollo regional y nacional.
¿Por qué las comunidades parameras y los pequeños mineros recurren a los bloqueos de vías como método de protesta?
La pregunta sobre el uso de bloqueos viales por parte de estos sectores revela el trasfondo de la problemática rural. Según reportajes y análisis académicos, históricamente estas comunidades han quedado al margen de la toma de decisiones respecto a sus territorios y han enfrentado reiteradas falencias en la atención de servicios básicos, respeto por sus derechos y compensaciones por afectaciones ambientales de las que son víctimas o partícipes. Como resultado de este déficit estructural, han adoptado medidas de presión que, aunque controversiales, han demostrado ser uno de los pocos medios eficaces para que sus reclamos sean escuchados por las autoridades nacionales y departamentales.
Los bloqueos evidencian además la ausencia de canales institucionalizados de diálogo capaces de autorregular los conflictos, y subrayan la necesidad de modelos de participación que incluyan a campesinos, pequeños mineros y demás actores subalternos en la construcción de políticas públicas que reconozcan la especificidad y vulnerabilidad de los territorios paramunos.
¿Cuáles podrían ser las alternativas a la dependencia de la minería informal y cómo impactarían el desarrollo rural?
La dependencia de la minería informal es un aspecto estructural de la economía en muchas zonas parameras de Colombia. Expertos y universidades han señalado que nuevas alternativas productivas, acompañadas por políticas de apoyo e inversión en infraestructura, podrían diversificar las fuentes de ingreso de estas comunidades y reducir la recurrencia de conflictos sociales. La transición hacia actividades más sostenibles, incluidas las agroindustrias, el turismo ecológico o la formalización de la actividad minera, plantea retos y oportunidades que deberán armonizarse con las dinámicas tradicionales y las aspiraciones comunitarias.
Adoptar alternativas sostenibles permitiría además fortalecer la resiliencia económica de la región y reducir la presión sobre los ecosistemas de alta montaña. No obstante, el éxito de tales estrategias requiere voluntad política, recursos financieros y la inclusión efectiva de las comunidades en la toma de decisiones, evitando que el remedio sea percibido como una imposición externa que reproduzca los históricos sentimientos de exclusión.
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