Por: Más allá del silencio

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Este artículo fue curado por Sarah Gutierrez   Ago 7, 2025 - 5:59 pm
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A los 21 años, Derly Lucía Tamayo vio cómo su vida cambió para siempre en cuestión de segundos. En plena calle, en Bogotá, fue víctima de un ataque con ácido que no solo desfiguró su rostro, sino que dejó cicatrices profundas en su alma. El responsable: su expareja sentimental.

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Lo que para muchos fue una noticia más en los titulares, para ella se convirtió en una larga batalla por sobrevivir al dolor físico, al abandono institucional y al silencio que aún pesa sobre las víctimas de violencia de género en Colombia.

El caso de Derly ha sido descrito por expertos como un “feminicidio suspendido”, una forma extrema de agresión en la que el objetivo no es solo asesinar a la víctima, sino destruirla emocional y socialmente. En lugar de matarla, intentaron borrar su identidad, reducirla al dolor, al miedo y al aislamiento. Pero Derly no se dejó vencer.

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Después del ataque, perdió la visión temporalmente. Las cirugías, el sufrimiento, el rechazo social y la falta de respuestas por parte del sistema judicial habrían quebrado a cualquiera. Pero ella eligió vivir. Eligió pelear. Eligió hablar.

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Hoy, Derly Lucía Tamayo no solo ha logrado recuperar parcialmente la visión y reconstruir su vida, sino que se ha convertido en una voz potente contra la violencia de género. Su testimonio es crudo, poderoso y necesario. Denuncia cómo muchas veces el sistema judicial no llama las cosas por su nombre, cómo los agresores caminan libres y cómo las víctimas deben demostrar una y otra vez que su dolor es real y merece justicia.

Su lucha también es simbólica. Representa a miles de mujeres que han sido atacadas, ignoradas o silenciadas. Derly no solo busca justicia para ella, sino para todas. “No me mató, pero quiso hacerlo”, ha dicho en entrevistas, una frase que encierra el terror que vivió y la valentía con la que hoy enfrenta la vida.

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En un país donde la violencia contra las mujeres sigue creciendo, Derly Lucía Tamayo se levanta como una sobreviviente, sí, pero también como una líder. Su rostro marcado no es una señal de derrota, sino de resistencia. Y su historia, lejos de ser un caso aislado, es un grito colectivo que exige: ni una más.

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