En las montañas nororientales de Bogotá alumbraba lo que parecía un pequeño foco de luz. Por lo menos, así se veía desde las localidades aledañas a Usaquén. Pero allá, en el barrio Santa Cecilia Alta, la realidad era otra. Antes de que se desataran las llamas, que destruyeron catorce viviendas, hubo una balacera frente a la mirada de unos cuarenta vecinos. Este episodio demostró que la guerra, que desde hace veinte años se presenta en esos cerros, por la cual la Defensoría del Pueblo ha emitido alertas tempranas, aún no acaba.

De ese reciente ataque entre organizaciones delictivas, que pretenden controlar un corredor de distribución de droga, no resultaron víctimas mortales, pero veinte adultos y doce niños quedaron sin hogar, pues alguien quemó sus casas. Según la Secretaría de Seguridad, ya se tendría identificado al responsable, pero, de las dos organizaciones que se disputan ese territorio, no hay razón más allá del motivo de la confrontación.

A pesar de que las autoridades se han reservado los detalles de las estructuras criminales que impactan allí, es un secreto a voces que se trata de organizaciones conformadas por nacionales y extranjeros. Se dice que allí, como ha ocurrido en el barrio Santa Fe o la calle 38 sur (en Kennedy), llegaron algunos migrantes, con amplios prontuarios delictivos, para asentarse en la zona.

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Si bien hay indicios de que algunos extranjeros estarían involucrados en lo que ocurrió en Usaquén, también se dice que los reductos del mítico clan de Los Pascuales siguieron operando, luego de que en 2016 su máximo líder, Pascual Guerrero Rincón, fue condenado por homicidio. De hecho, lo que ocurre en esas calles del norte de Bogotá ha estado permeado por esa histórica guerra, de la que quedan rezagos.

Atados a la historia

Santa Cecilia Alta está en el sector de Villa Nidia, en la UPZ San Cristóbal Norte, constituida por 19 barrios de Usaquén. Para llegar a la cúspide de la loma hay que tomar una camioneta, que hace las veces de bus, porque el transporte público, igual que la Policía, dicen, no cubre todo el sector. Así como sus habitantes están acostumbrados a sortear las calamidades de vivir en la periferia, también lo estarían a enfrentamientos como el de hace ocho días. Desde hace unas dos décadas se escuchan disparos en la noche, se habla de drogas en las calles y hay un nombre que sigue infundiendo miedo: Pascual Guerrero.

Para entender lo que representa este punto de la ciudad en materia delictiva hay que retroceder a principios de los años 90, cuando llegó la familia Guerrero, proveniente de Huila. Echó raíces al norte de Bogotá y ganó fama por un negocio de fritanga. Para los 2000, el negocio familiar pasó a ser una fachada. Entonces Los Pascuales, liderados por Pascual Guerrero Rincón, se hicieron famosos por el hurto de bicicletas, la extorsión y el microtráfico. Desterraron las estructuras que pretendía dominar el terreno.

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En 2008 habría comenzado la caída de la organización, tras la captura de varios de sus integrantes. Con la estructura resquebrajándose, fue cuando Luis Guerrero, sobrino de Pascual, intentó tomar las riendas de los negocios ilícitos bajo el nombre de Los Luisitos y en 2013 se desató una cruda disputa familiar. El 6 de enero de ese año se dieron cita seis jefes de las organizaciones para dividir el territorio. Allí no hubo acuerdos, pero sí cinco crímenes en el sitio de reunión.

En la balacera murieron Mauricio y Pascual Guerrero (29 y 27 años), Xavier Moisés Schmucker y Mauricio Piñeros. Cuando Guerrero Rincón se enteró de la muerte de sus dos hijos, fue a buscar a su sobrino Luis Alberto (52 años), líder del bando contrario, a quien le disparó con un changón. Por ese ataque fueron capturados John Steven León Herrera, Carlos Andrés Piñeros Avendaño y Pascual Guerrero Rincón, este último condenado a 34 años de prisión.

Pese a que a estas personas se les vinculó con las dos estructuras encargadas de distribuir droga, hasta el momento no responden por estos delitos. Esa acción legal parecía haber desarticulado a la vieja banda que azotó el norte de la ciudad, pero episodios como los de la semana pasada demuestran que en el sector sigue azotada por la delincuencia común.

Bajo la lupa de la Defensoría

Si bien se cree desmantelada esta red, con las muertes sistemáticas entre la misma familia y con la judicialización de quienes quedaron vivos, el miedo no está erradicado. Desde mediados del 2020, la Defensoría del Pueblo viene reiterando una alerta. En su momento, indicó que en UPZ como La Uribe, San Cristóbal Norte, Toberín y Verbenal había grupos de delincuencia organizada, que “representan un riesgo para líderes sociales, a los cuales han venido amenazando, y para los niños y jóvenes, que han sido reclutados a la fuerza para realizar actividades relacionadas con el microtráfico”.

Agrega que por ese corredor del norte de Bogotá siguen operando los sucesores de Los Paisas y Los Pascuales —quienes tendrían vínculos con las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc)— y Los Boyacos. A pesar de que la salida norte de la capital pareciera un tranquilo, dice la Defensoría, tendría una gran importancia, pues conecta con municipios cercanos donde están llegando laboratorios móviles para procesar cocaína. “Esto les permite mermar los riesgos y costos en el transporte del alcaloide hacia la capital, aprovechando la subordinación de otros grupos que operan en localidades periféricas”, indicó en 2020 la Defensoría y lo reiteró el año pasado.

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Según cifras de la Secretaría de Seguridad, entre enero y junio de este año, han disminuido diez de los 16 delitos de alto impacto en Usaquén. Asimismo, en cuanto a la UPZ San Cristóbal Norte, ilícitos como homicidio, lesiones, hurto y presencia de narcóticos están por debajo de los indicadores del primer semestre de 2021.

La balacera del pasado lunes, sumada a la pirómana acción de quemar cerca de catorce predios, sería un mensaje de lo que podría venir, pues hasta ahora se había creído que la histórica guerra del clan familiar era un capítulo en el libro de la criminalidad de la ciudad. Ahora la pregunta es: ¿sí acabaron con Los Pascuales?