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Este artículo fue curado por pulzo   Nov 26, 2025 - 8:55 pm
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En el zoco de Nabatiyeh, el bullicio ha regresado, aunque nadie se atreve a llamarlo normalidad. Las voces de los comerciantes se mezclan con el rumor de los generadores y con el zumbido lejano de un dron que obliga a levantar la vista cada pocos minutos. Hassan Darwish, que vende tejidos desde hace tres décadas, acomoda retales en un puesto medio vacío. Explica que muchos proveedores ya no se atreven a bajar hasta aquí por miedo a los ataques y que los precios cambian casi cada semana. Antes, el mercado abastecía a pueblos del sur y del oeste de la Bekaa.

Hoy funciona gracias a redes informales de trueques y pequeñas solidaridades. Familias que compran a crédito, vecinos que comparten transporte y tenderos que almacenan mercancía por si la carretera se cierra de nuevo. Entre conversaciones en voz baja sobre la próxima cosecha o los bombardeos de la noche anterior, el zoco se mantiene en pie como un acto de resistencia silenciosa. Para sus comerciantes, abrir la persiana cada mañana es una forma de desafiar la guerra que sigue sin marcharse.

Lejos de la normalización

Un año después, el sur del Líbano sigue lejos de cualquier normalización. La tregua detuvo la escalada más visible, pero no puso fin a los ataques aéreos de precisión ni a las incursiones terrestres. Israel mantiene cinco posiciones militares dentro del territorio libanés, que asegura son para proteger a las poblaciones del norte de su país. Lo que se ha instalado es una forma híbrida de conflicto que no requiere avances terrestres: basta con drones que vigilan sin descanso, ataques selectivos que se repiten cada semana y un nivel de devastación que impide el retorno masivo de la población desplazada.

Las cifras hablan por sí solas. Más de diez mil estructuras civiles quedaron destruidas o muy dañadas entre octubre de 2024 y el inicio de 2025. En Kfar Kila, la mitad del parque inmobiliario está en ruinas.

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En Marwahin y Aita al-Shaab, barrios enteros fueron arrasados. Las escuelas, pozos y carreteras son ahora escombros o tierra quemada. En numerosos pueblos, la topografía humana que ordenaba la vida cotidiana ha sido reemplazada por un paisaje irregular que vuelve impracticable cualquier intento de retorno.

Pero la devastación material es solo una parte del problema. La vida diaria sigue marcada por la persistencia de ataques y por una vigilancia aérea que no cesa. Desde enero, el Gobierno libanés registra miles de violaciones al alto el fuego con incursiones, bombardeos de precisión y drones que circulan a distintas alturas según la zona.

Esa presencia constante genera lo que varios analistas describen como una ocupación remota. Un control territorial sin tropas visibles, basado en sensores, recopilación de datos y capacidad inmediata de intervención. Basta que un dron se quede suspendido sobre un pueblo para que las calles se vacíen, los agricultores abandonen los campos y los comercios cierren de golpe. La noción de cese de hostilidades pierde sentido cuando la lectura del cielo se convierte en el principal indicador de seguridad.

En Mays al-Jabal, a dos kilómetros de la línea azul, esa fragilidad se ve en el colegio público reducido a escombros durante los bombardeos del verano de 2024. Faraj Badran, su director, camina entre muros partidos y pupitres retorcidos. Estudió aquí de niño y asegura que al ver la escuela destruida sintió que perdía a un ser querido. Hoy da clase en aulas prefabricadas montadas por el Ministerio de Educación. Entre generadores que se apagan sin aviso y pizarras de cartón sostenidas con cinta adhesiva, la vida escolar se ha convertido en un pequeño laboratorio de reconstrucción comunitaria.

Faraj cree que, si vuelve la educación, volverá la gente. Para él, mantener abierta la escuela ofrece un punto de anclaje frente al miedo y el desplazamiento, incluso cuando el zumbido de los drones obliga a detener una lección a mitad de frase.

Una reconstrucción lenta y desigual

El exilio interior avanza al mismo ritmo que la destrucción. Manahel Rammal fue evacuada de Odaisseh, un pueblo que quedó dentro de la franja de seguridad controlada por Israel. Su casa ya no existe y su marido murió en uno de los ataques que precedieron la tregua. Ahora vive en un pequeño piso cerca de Tiro con el apoyo económico de su hijo que trabaja en Beirut.

Tras el cierre de los centros de desplazados, miles de familias como la suya no tienen un lugar real al que regresar. Manahel repite que hablan de alto el fuego, pero que ella sigue sin casa y sin seguridad. Su historia encarna el limbo en el que viven los desplazados del sur. No hay guerra abierta y tampoco hay paz. Solo una espera prolongada que se mide en meses de alquiler, trámites para ayudas que no llegan y visitas esporádicas a pueblos que dejaron de ser habitables. En Odaisseh o Aitaroun, las calles siguen vacías y los retornos son breves porque el riesgo de nuevos ataques está siempre presente.

La reconstrucción avanza con pasos cortos y desiguales. El Estado libanés, arruinado y sumido en crisis, carece de recursos para intervenir en decenas de localidades al mismo tiempo. Las autoridades municipales operan con presupuestos mínimos y dependen de donaciones o iniciativas de la diáspora. Algunas familias regresan solo para evaluar daños, retirar escombros o buscar pertenencias. La mayoría encuentra casas inhabitables o terrenos contaminados por munición sin explotar. Volver se convierte en una decisión que implica vivir sin servicios, sin garantías de seguridad y sin una economía funcional.

En los alrededores de Marjeyoun, algunos agricultores intentan rehabilitar terrenos calcinados. Los olivares, uno de los pilares económicos de la región, tardarán años en recuperarse. Es probable que muchos nunca vuelvan a producir. El sur del Líbano permanece atrapado entre la precariedad material y un clima de inseguridad que modula cada movimiento.

La ausencia de una presencia estatal efectiva facilita la consolidación del vacío que Israel administra desde el aire. El uso sostenido de drones para patrullar y ejecutar ataques selectivos mantiene un clima de amenaza que impide cualquier proceso real de estabilización. La tregua no cayó, pero tampoco se cumplió. Se instaló una forma distinta de guerra, menos visible pero igual de determinante, que mantiene suspendida la vida cotidiana y posterga indefinidamente cualquier normalización.

A un año del alto el fuego, la vida en el sur del Líbano sigue definida por el desplazamiento, la vigilancia y una economía rota. Es una pausa gestionada, no una solución.

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