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Mientras que el alto el fuego entre Israel e Irán ha puesto fin a 12 días de guerra, la República Islámica se aferra a un modelo económico único en el mundo. Aislada, sancionada, empobrecida, no se derrumba. Impulsada por sus hidrocarburos, sus redes militares y su economía paralela, Irán resiste manteniendo un sistema autoritario diseñado para la supervivencia, a expensas del crecimiento.
Por Timéo Guillon
Mientras el alto el fuego entre Israel e Irán pone fin temporalmente a “la guerra de los doce días”, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, afirma que “no quiere” un cambio de régimen en Teherán. Según él, esta negativa se debe al temor de desencadenar un nuevo ciclo de caos en Oriente Medio. Una postura que permite al régimen de los mulás conservar el poder y, con él, un sistema económico que no se hunde, a pesar de más de cuatro décadas de sanciones internacionales.
Desde la revolución islámica de 1979, el país vive en una situación de cuasi autarquía. Fuera del sistema bancario internacional, excluido de numerosos mercados occidentales, privado del acceso a sus propias divisas en dólares o euros, Irán ha construido para sus 90 millones de habitantes un modelo económico singular. Una economía “de resistencia”, dependiente del petróleo, basada en una fuerte intervención del Estado y en el auge de un mercado informal masivo.




Una economía bajo sanciones
Desde hace más de cuarenta años, Irán vive bajo un régimen de sanciones internacionales casi ininterrumpido. En primer lugar, fueron los Estados Unidos quienes, tras la revolución islámica de 1979 y la crisis de los rehenes, impusieron un estricto embargo comercial que no ha dejado de ampliarse a lo largo de los años. Washington acusa a Irán, en particular, de financiar el terrorismo, violar los derechos humanos y, sobre todo, de intentar dotarse de armas nucleares. Precisamente este último punto fue el que llevó a Donald Trump, en mayo de 2018, durante su primer mandato, a retirarse del acuerdo nuclear con Irán y a imponer un embargo sobre los productos petrolíferos, el sector aeronáutico y minero, así como la prohibición de utilizar el dólar estadounidense en las transacciones comerciales con Irán.
Desde entonces, Irán está excluido del sistema Swift, que permite los pagos internacionales. Esta exclusión hace que casi todas las transacciones internacionales sean imposibles, por lo que el país no puede recibir ni enviar dinero fácilmente. Como resultado, el rial, la moneda de Irán, ha perdido un 2.800 % de su valor en una década, mientras que la inflación supera ahora el 50 %. Según el FMI, el PIB de Irán ha pasado de 625 000 millones de dólares en 2011 a 341 000 millones en 2025.
En tal situación, ¿cómo se explica que el sistema económico iraní no se haya derrumbado? Desde la revolución de 1979, el régimen ha convertido el aislamiento en una palanca política desarrollando circuitos paralelos y reforzando su control sobre sectores estratégicos. Es lo que Teherán denomina “la economía de la resistencia”.
Los guardianes de la economía: un régimen respaldado por sus monopolios
Para mantenerse, el régimen iraní se apoya en un aparato económico paralelo militarizado. En el centro de este dispositivo se encuentran los Guardianes de la Revolución. Creados para defender la República después de 1979, estos militares de élite han ampliado progresivamente su control mucho más allá del ámbito de la seguridad. El brazo económico de los Guardianes controla hoy en día sectores clave: petróleo, gas, infraestructuras, construcción, telecomunicaciones y transporte marítimo. Oficialmente autofinanciadas, estas empresas se benefician de un acceso privilegiado a los contratos públicos y de una opacidad contable casi total. Escapando a las auditorías, no pagan impuestos claros al Estado y bloquean la competencia. Un verdadero Estado dentro del Estado que se presenta como más poderoso que el Gobierno oficial.
Aunque no existen cifras oficiales, varios expertos estiman que la mitad de la economía nacional está bajo el control de los Guardianes. Se benefician de contratos públicos sin licitación, no rinden cuentas a ninguna autoridad independiente y escapan completamente al presupuesto del Estado.
Este tejido económico, controlado en gran parte por el Estado o sus allegados, funciona como una renta cerrada: distribuye privilegios a quienes apoyan al poder, al tiempo que garantiza la supervivencia del régimen. Ante el colapso de la moneda y la hiperinflación, el régimen intenta limitar los daños distribuyendo subsidios, garantizando empleos públicos poco cualificados o manteniendo artificialmente bajos los precios de algunos productos básicos. Se trata de una economía de guerra, orientada hacia el interior, que permite al poder mantenerse a pesar del aislamiento internacional.
Mercado negro, trueque e ingenio: una economía de dos velocidades
Pero la población paga el precio de esta resistencia al orden mundial. Según el economista Farshad Momeni, el 70 % de los iraníes vive por debajo del umbral de la pobreza o corre el riesgo de caer en ella. Junto a este bloque militar-estatal, se ha impuesto otra economía: la del trueque y el ingenio. Según el Financial Tribune, más del 37 % del PIB escaparía al sector formal.
Aquí se intercambia de todo: gasolina que se pasa clandestinamente a Afganistán y Pakistán, productos electrónicos importados de contrabando desde Dubái o medicamentos comprados clandestinamente. Las divisas extranjeras, en particular el dólar, se cambian en el mercado negro a un tipo de cambio hasta diez veces superior al oficial. Los bazares tradicionales se convierten en centros informales. Los jóvenes titulados, excluidos del mercado formal, encadenan pequeños trabajos. Los más cualificados huyen al extranjero cuando pueden. El Ministerio de Ciencia, Investigación y Tecnología de Irán afirmó en 2016 que 180.000 titulados de máster de las mejores universidades abandonaban el país cada año, lo que convierte a Irán en uno de los países con mayor fuga de cerebros del mundo.
Este sistema de dos velocidades es paradójico: asfixia a la sociedad civil, pero amortigua los choques. Impide el desarrollo, pero garantiza una forma de estabilidad. Y mientras los ingresos procedentes de los hidrocarburos sigan fluyendo a través de intermediarios chinos, rusos o emiratíes, el régimen puede mantener esta economía de dos niveles: un capitalismo de Estado autoritario en la parte superior y una economía de supervivencia en la parte inferior.
La economía iraní, la globalización de los marginados
Aunque Irán está aislado, no está totalmente cortado del mundo. A medida que se han endurecido las sanciones, Teherán ha desarrollado el arte de eludirlas, apoyándose en potencias rivales de Estados Unidos. Su principal socio comercial es China, con la que se firmó un acuerdo estratégico de 25 años en 2021. A cambio de inversiones en infraestructuras y energía, Pekín compra petróleo iraní a precio reducido. Oficialmente, el volumen del comercio bilateral ronda los 15.000-20.000 millones de dólares al año, pero muchos flujos escapan al radar oficial, ya que transitan por Dubái, Kazajistán u Omán.
Otro aliado estratégico es Rusia, que, desde que fue sancionada en 2022, ha intensificado su cooperación con Irán. Ambos países multiplican los acuerdos de trueque, especialmente en torno a armamento, cereales o componentes electrónicos. Según varios informes occidentales, Irán se ha convertido en proveedor de drones y misiles balísticos para Moscú en el marco de la guerra en Ucrania, un comercio semioficial que reporta divisas e influencia al régimen.
Este modelo de dos velocidades —militar-estatal en la cima, informal en la base— permite a la República Islámica mantenerse sin abrirse, comerciar sin integrarse, redistribuir sin reformarse. Pero no genera desarrollo a largo plazo. Genera control, no crecimiento. Alimenta la opacidad, no la inversión.
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