Los preparativos para ese peligroso viaje, en el que se recorren zonas de Afganistán en las que los talibanes campan a sus anchas, pueden llegar a durar semanas.

“Uno no puede simplemente meterse en un coche y venir [a Kabul], no si quiere viajar seguro” por esa vía que enlaza la capital con los bastiones insurgentes del sur del país, explica Mohamad, un veinteañero afgano.

El tramo de la autovía número 1 entre Kabul y Ghazni, una ciudad que en agosto fue asaltada por los talibanes, es uno de los más peligrosos de Afganistán.

Mohamad, que por seguridad le pidió a la AFP que empleara un pseudónimo y no reveló su profesión, viaja a Kabul a menudo. Por motivos personales pero también para ver a amigos, llevar la computadora a reparar, comprar medicamentos…

Y, cada vez, se prepara durante al menos dos semanas antes de echarse a la carretera. ¿El objetivo? Evitar los controles de los talibanes, los combates, los robos, los secuestros y los atentados con bomba contra miembros del gobierno y fuerzas de seguridad, a los que se expone cualquier conductor en Afganistán.

En primer lugar, Mohamad se deja crecer la barba y luego pregunta entre sus familiares y amigos más cercanos que suelen recorrer esa carretera qué saben sobre los últimos pasos de los talibanes.

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“Uno tiene que vigilar a quien llama, porque puede acabar vendido a los talibanes” por alguien que trabaje para ellos, explica.

Talibanes disfrazados

El día de su partida, se cambia su shalwar kameez -el atuendo tradicional afgano-, bien planchado, por otro sucio y agujereado, con la intención de hacerse pasar por un aldeano cualquiera. Borra el historial de llamadas de su celular por si algún número atrajera sospechas.

La última vez que viajó a Kabul, su viaje se retrasó tres días porque le dijeron que había talibanes disfrazados de soldados afganos en puestos de control a lo largo de la carretera.

En esos controles fortuitos, lo primero que comprueban los insurgentes es la “tazkira” del viajero, su documento de identidad.

“Si en la tazkira ven que vives en Ghazni, no pasa nada. Si no, pueden pensar que eres un miembro de las fuerzas de seguridad venido para combatir”, cuenta Mohamad.

También tuvo que conseguir un documento de identidad nuevo. El viejo tenía la etiqueta de elector para los comicios del 20 de octubre (finalmente anulados en Ghazni), que los talibanes rechazaron por “ilegítimos” y boicotearon con decenas de atentados.

“Aunque no te maten, pueden tomarte como rehén y pedir un rescate. Aunque solo me retuvieran una noche, mi madre no sobreviviría”, asegura Mohamad.

Un viaje de ida entre Kabul y Ghazni cuesta 250 afganis (unos 9.500 pesos colombianos) en un taxi colectivo Toyota Corolla, un modelo omnipresente en Afganistán.

Él evita viajar los lunes y los miércoles, porque el ejército afgano abastece esos días las bases de la provincia, lo que da lugar a ataques, según él. Y también el jueves, último día laborable de la semana en el país, dado que los insurgentes esperan a que los funcionarios tomen las carreteras para pasar el fin de semana fuera.

‘Miedo a morir’

En cuanto puede, viaja con mujeres en burka susceptibles de esconderle entre sus ropas su celular o cualquier otro objeto sensible en caso de control, pues en una sociedad tan conservadora como la afgana el contacto físico entre hombres y mujeres en público está prohibido.

En la carretera, Mohamad permanece alerta: escucha las conversaciones telefónicas del conductor y de los otros ocupantes, por miedo a que alguno lo entregue a los talibanes.

“Esos espías usan códigos como: ‘traje el yogur encargado'”, dice.

Mohamad asegura que “siempre” tiene “miedo a morir” al tomar esa carretera, aunque intenta “permanecer tranquilo”.

Allí, “los combates y las emboscadas son moneda corriente. Hay que aceptar que te puede tocar enfrentarte a ello”.