Se necesita buen estado físico para seguirle el paso a Helena y a Rafael. Por cada dos movimientos de sus pies, los demás nos vemos obligados a dar cuatro. Ambos se mueven ligeros, casi sin mirar el terreno por el que pisan, y mientras nuestros cuerpos sudan a chorradas, los de ellos no parecen ni resentir ni percatarse del sol picante y seco que justo ese día azota este punto de Mesetas, Meta.

Rafael solo lleva una mochila con un tarro de agua grande. Eso sí, en su mano siempre está su celular, que apenas coge señal no para de sonar. Lo llaman turistas de todos lados para cuadrar citas y pedirle que sea el guía en este mismo viaje que estamos haciendo: un recorrido de poco más de 10 kilómetros entre montañas y bosques que esconden tesoros naturales como tres imponentes cascadas, pero que antes eran parte de la zona que Rafael y Helena recorrían cuando estaban en armas dentro de la extinta guerrilla de las Farc.

Ella lleva algo más de equipaje: una bayetilla amplia y roja que usa para amarrarse la cabeza, cubrirse del sol y hasta para espantar bichos. También una mochila en la que hay un termo grande de color azul con tinto, una botella de agua, el celular, una batería, y una bolsa con cuatro refrigerios que son una especie de sándwich de patacón. Compartir esa comida es parte de la experiencia que ofrece Sendepaz, la agencia de ecoturismo comunitario a la que ambos pertenecen y que se creó dentro del antiguo Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) Mariana Páez de Mesetas.

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“Es bonito este trabajo porque el recorrido que antes hacíamos en armas y en medio del conflicto por esta zona, ahora lo hacemos con los turistas que descubren estas bellezas ocultas”, dice Helena Romero, de 39 años.

Literalmente ese paraíso duró escondido varios años porque Mesetas no es cualquier lugar para las Farc. Durante el conflicto armado la zona fue un enclave geográfico que constituyó el centro desde donde se desplegó este grupo armado. Tres de las conferencias más importante de las Farc se realizaron en esa zona, ubicada en un departamento que no solo atraviesa la historia militar y política del grupo armado, sino que sufrió los embates del bloque Oriental, la estructura más grande de esa guerrilla.

Además, por ahí era fácil desplazarse para casi todos los puntos estratégicos que tenían las Farc: estaban cerca de la Serranía de la Macarena hasta donde podían atravesar San José del Guaviare o llegar a Caquetá, y a los Llanos del Yarí. También podían moverse hasta el sur del Tolima e incluso hasta las narices de Bogotá, ahí en el páramo de Sumapaz. Justo allí estuvo durante un tiempo Helena porque pertenecía a Voz de la Resistencia, la radio clandestina de las Farc. Por aquí pasamos varias veces porque la emisora la poníamos arriba en un rastrojo al que llevábamos como con tres marchas (caminatas). Eso era bien empinado. Lo mismo hacíamos en el páramo. Nos movíamos por el río Duda, Hoya de Varela, Zanja Honda que ya era por el Tolima, nos caminábamos todo eso cuando íbamos hacia el Páramo del Sumapaz para la transmisión. Mis últimos cinco años fue como locutora de la emisora y hacía el programa de ‘Despertar campesino’, ‘Mujer Luchadora y Revolucionaria’ y le ayudaba a otra compañera con el de Juventud”, detalla Helena.

“Falta por ejemplo mucho en el tema de los proyectos productivos. Muchos de los que empezaron, se acabaron porque nadie los apoyaba” Rafael Guaduas, firmante de paz y líder de Sendepaz.

El bloque Oriental, en cabeza de Víctor Julio Suárez Rojas, conocido en la guerra como El Mono Jojoy, fue el responsable de las tomas a poblaciones, entre ellas la de Miraflores y la de Mitú. La estructura llegó a tener 36 frentes y unas 100 compañías por lo que no sorprende que en su momento esa zona veredal de Mesetas haya tenido 530 excombatientes, uno de los números más altos en comparación con otras. Fue justo allí cuando el 27 de junio de 2017 las Farc dejaron las armas.

La caminata de este viaje empieza a un lado de donde se cosecha el famoso Café Maru, el emprendimiento de Rigo Marulanda, hijo del fundador y comandante de las Farc Pedro Antonio Marín, conocido en la guerra como Manuel Marulanda o Tirofijo.

Muy cerca está al primer punto del recorrido: una piedra de gran tamaño que se asoma sobre uno de los filos y que hace las veces de mirador.

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Literalmente se puede ver la infinidad de la sabana, el ganado jorobado y el cebú que se alimenta con lentitud del amplio pastal. En las madrugadas también hacen avistamientos de aves. Rafael Guaduas cuenta que se puede ver una tángara real -un ave de cabeza verde aguamarina y plumas amarillas-, o tiganas o pavos de agua, cuyas alas son tan llamativos como el de su homónimo.

Desde el mirador también se divisa toda la vereda Buenavista -donde está ubicado el ETCR- un pequeño puesto de policía, los techos rojos del ETCR, y el hospedaje rural que construyó Sendepaz con ayuda de cooperación internacional y que bautizaron como Casa Verde -así tal cual como el simbólico campamento de las Farc que albergó al secretariado y cuyo bombardeado en noviembre de 1990 cambió para siempre la guerra con esa guerrilla.

El ecohotel tiene capacidad para unas 10 personas, sus habitaciones son sencillas, pero acogedoras. Tiene dos duchas y dos baños comunitarios y una pequeña tienda donde se pueden encontrar algunos de los emprendimientos de los excombatientes. El espíritu del proyecto es comunitario, así que los firmantes de paz han tratado de integrar a los habitantes de la vereda, bien sea en la preparación de Casa Verde, las tareas de aseo, la comida que se les ofrece a los visitantes y otras tareas que se reparten entre unos y otros.

Sentado desde la piedra, Rafael aprovecha que no está al teléfono para hablar sobre el proceso de paz, del que se queja porque dicen que no les han cumplido. “Falta por ejemplo mucho en el tema de los proyectos productivos. Muchos de los que empezaron, se acabaron porque nadie los apoyaba y se necesita capital para ello. Nosotros aquí no nos hemos dejado rendir. Varios se han ido porque ven que no despega, pero nosotros seguimos insistiendo”, afirma Guaduas.

También habla sobre la seguridad de quienes aún están en los ETCR. No es para menos, varios informes de la Defensoría han alertado que Mesetas está entre los espacios de reincorporación con riesgos. De hecho, la primera muerte dentro de un ETCR ocurrió en el Mariana Páez en 2019, cuando fue asesinado Alexander Parra.

Al bajar de la piedra se empieza a dejar atrás la planicie y la llanura, y sin que nadie se vaya percatando, el bosque espeso “se lo empieza a tragar a uno”, como dice Helena. El aire adentro se va espesando al tiempo que el follaje. El camino no está definido, al contrario, se nota la lucha entre la naturaleza que no quiere dejar conquistar sus terrenos y la de las pisadas de los firmantes que, junto con los turistas, pasan una y otra vez por aquí queriendo domar la ruta. En ese round, en varios tramos va ganando la madre tierra.

Rafael advierte que este recorrido va de menos a más y que lo mejor siempre está en el final. Al llegar a la segunda parte de la correría, varios parecen no creerle porque frente a sus ojos se levanta una cascada de agua cristalina que le hace honor a su nombre: Caño Escondido. Es mediodía. Arriaba el sol es cada vez más imponente, pero abajo hay una danza de luces y sombras y la corriente crea remolinos por donde intentan subir los peces como si quieren escapar del río.

Parece que nada más podría deslumbrar a los turistas incrédulos, pero el paisaje se encarga de hacerlos creyentes. No puede ser de otra manera porque lo que están pisando es nada menos que el corazón de tres parques naturales: Sumapaz, Los Picachos y Tinigua.

Durante un par de horas más no paramos de bajar la montaña. El aire estaba apiñado y con más frecuencia los visitantes tomaban agua. Las cuerdas que habían dispuestas en el camino eran la prueba de que los anfitriones sabían que no podríamos con el despeñadero. Los filos no eran altos, pero eran pronunciados. Como ya parece ser normal, Helena y Rafael los dominan con rapidez. Los demás damos saltos miedosos como si la tierra fuera abrirse, mientras que ellos la pisan con la seguridad de alguien que ha pasado por estas trochas varias veces. Es que “los visitantes a veces son flojos”, dice Helena con una sonrisa sarcástica.

Al llegar encontramos la segunda parada: la cascada Caño Rojo. La corriente del agua se siente con más fuerza en su cumbre y la naturaleza a su alrededor es más virgen: abunda el musgo, hormiguitas que roban hojas y unas flores naranja neón de las que sale un líquido parecido a un pegamento y que parece advertir con todas las letras que son peligrosas.

Ya nos queda una hora, pero el camino de regreso es de subida. El andar se hace lento, pero parece que el aire vuelve a entrar sin calor por la nariz. Rafael y Helena por momentos hacen silencio, como queriendo respetar la pausa y la calma que la naturaleza provee. En medio de esa afonía y tal como aparecen los nirvanas escondidos, como si fuera un oasis en medio del desierto se alza imponente la última parada del sendero del agua: la Cascada Paraíso. Su caída natural y su enorme estanque la convierten en una piscina natural. Es por ahí que se hace rappel -otro servicio que ofrece Sendepaz- y por donde se llega a una antigua cueva que comunica con la segunda cascada.

Entonces no hubo espera: el vestido de baño aguardaba debajo de la ropa. Dos, tres segundos y todos al agua fría. “Todo el circuito fue pensado para que esta agua pueda servir para la comunidad y para la recreación. Arriba de todo esto tenemos la bocatoma y cuidamos mucho de su protección, pero por otro lado podemos también disfrutar de este paraíso”, detalla Helena.

Rafael, por su parte, cuenta que varias veces pasaron por aquí con su fusil y su equipo al hombro. “Muchas veces acampamos cerca. No es que uno duráramos mucho tiempo aquí porque tampoco era muy estratégico estar en un solo sitio, pero sí que pasamos por aquí varias veces”, confiesa el hombre, que igual que Helena es reticente a decir por cuánto tiempo estuvo en las Farc, aunque por algunas respuestas, ambos podrían haber estado más de 20.

Su vida en las filas se adivina en muchas formas, especialmente en lo duro de su hablar y en la rigidez con la que lleva el tiempo. En un momento dice que es hora de volver y en menos de unos minutos los turistas se ponen en marcha. La caminata se hace más rápida. Rafael quiere que sus invitados alcancen a comer algo para que estén frescos en la noche cuando hacen la “fogata de la verdad”, un ejercicio de memoria histórica sobre los rigores de la guerra.

“Como aquí hay poca señal, nos inventamos esta actividad para tener una verdadera conexión y poder hablarnos sin los aparaticos que nos distraen. La gente puede preguntarnos lo que quieran porque queremos que nos dejen de ver como monstruos”, sentencia Rafael.