El psicoanalista Carl Jung decía que el encuentro de dos personalidades se parece al contacto de dos sustancias químicas; si alguna reacción ocurre, ambas sufren una transformación.

¿Podemos asumir que el amor es simplemente el resultado de un “coctel de hormonas” que reacciona de forma explosiva, como una bomba de nitroglicerina, y nada puede interferir en ese proceso químico ocasional? Tengo mis dudas, se preguntó Flavia Dos Santos.

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El amor es el reverso de la química, pues es un proceso elaborado que requiere tiempo para crecer, descubrirse y madurar. La química es líquida, se evapora, y seguir pensando que somos víctimas eternas de las hormonas es mantener el famoso mito del amor romántico, en que todo es siempre idealizado y líquido.

El cuerpo sí responde a las emociones, somos un sistema completo y complejo en el que se liberan sustancias de acuerdo con los afectos que experimentamos, pero hay que ser realistas y aceptar que no hay una fórmula química, ni droga ni magia que pueda manipular al amor.

Amar es un quehacer o, más que eso, amor es un verbo que se practica todos los días, aprendiendo, ensayando, errando, sintiendo constantemente y teniendo los cuidados necesarios para no dejar que se torne en otra química más de la vida, es decir, en otra relación superficial cotidiana y que poco deja de espacio para el aprendizaje.

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Luchamos por una relación fortalecida y verdadera, entre tantas que tenemos a lo largo de nuestras vidas, que son líquidas, rápidamente evaporadas y que no dejan recuerdos, solo fórmulas y más fórmulas escritas en papeles sueltos.